5

Heather debía ser algo así como una princesa de cuentos de hadas.

Un batallón de sirvientes la ayudaron a salir de la ambulancia que habían contratado expresamente para que la llevara a casa, y luego, otro batallón la había ayudado a llegar hasta su habitación, que era un espacio enorme donde cabría diez veces su viejo apartamento.

Además, todo era del más exquisito gusto. Las paredes estaban forradas de fino papel tapiz, paneles de madera, y los muebles hacían juego con todo. Había pequeños y grandes jarrones con flores naturales, hermosas y frescas; y pinturas que de lejos se veían hechas por artistas reconocidos.

Su habitación en particular era bastante diferente a todo lo que ella había visto en su vida. Una parte de las paredes estaba pintada de negro, y la otra de violeta, y, sin embargo, no le daba un aspecto lúgubre, todo lo contrario, y eso se debía a los pequeños decorados blancos, a la cama, en parte blanca, en parte negra, a los espejos que reflejaban la luz que entraba por el enorme ventanal.

—Tú misma elegiste el decorado, hace tres años –le dijo Georgina como adivinando sus pensamientos mientras empujaba la silla de ruedas en la que había entrado a aquella enorme mansión. Había protestado un poco, siempre había odiado esas sillas, pero contra Phillip no era fácil luchar, y había tenido que hacer caso.

—Pues parece que tengo un gusto raro.

— ¿No te gusta? Podemos cambiarlo, si te apetece.

—No, mejor lo dejo así… ¿siempre haces todo lo que yo quiera? –Georgina la miró un poco boquiabierta al principio, luego cerró sus labios balbuceando alguna respuesta—. Perdona, no quise incomodarte con mi comentario—. Pero aquello fue peor, y Georgina volvió a quedar con la boca abierta. No era común ver a Heather pedir perdón por nada.

—Estás… estás actuando bastante rara, ¿sabes? –Heather se quedó callada, y antes de decir nada más y empeorarlo, miró en derredor. No podía cambiar el decorado de aquella habitación. Cuando volviera la verdadera Heather seguro que se molestaría. Ella misma se molestaría si veía que habían cambiado sus cosas de lugar sin ella autorizarlo…

Su habitación… sus discos de Edith Piaff, sus libros… Tess…

Tendría que ir y verla, no podía llegar y decirle: soy Samantha, pero al menos necesitaba saber que estaba bien. Tess no tenía a nadie más en el mundo.

—Katie estará a cargo de tu cuidado todo el día –anunció Georgina, señalando a una joven de cabello corto y negro vestida de enfermera. La joven simplemente hizo un asentimiento con su cabeza—. Y John, de tu seguridad –continuó Georgina—. Ya lo dijo tu padre. No saldrás si no es con alguien autorizado por él.

—Soy algo así como una prisionera.

—No te quejes. Tú misma te lo has buscado.

—Qué curioso. Estoy pagando el castigo de algo que no… recuerdo.

—Pero que, sin embargo, hiciste—. Heather levantó la mirada hacia su madre.

— ¿Iré a la cárcel?

— ¡Claro que no!

—Pero iba conduciendo ebria, ¿no? Eso tiene cárcel.

—Tu padre convenció a la policía, no te preocupes por esas cosas. Le deben muchos favores… sólo debes cuidarte; si vuelve a suceder, esta vez no te salvarás—. Heather dejó escapar el aire.

— ¿Cuántos eran mis ingresos antes?

—Cerca de… sesenta mil dólares mensuales –a Heather le dio un ataque de tos.

— ¿Y tendré que vivir con la mitad? –preguntó con ironía cuando ya se repuso.

—Es un castigo que impuso tu padre, yo realmente…

—Insólito.

— ¿Harás un berrinche?

—Muchas familias viven con eso mismo… al año. ¿Lo sabías? –Georgina frunció el ceño mirándola de nuevo extrañada.

— ¿Cómo sabes eso? –Heather sólo sonrió, y Georgina no reconoció aquella sonrisa. No era, de ningún modo, la sonrisa de su hija, ni aquél era el brillo de sus ojos.

—Parece que soy una niña rica, malcriada y consentida. ¿Cómo has permitido eso?

— ¿Mi propia hija reclamándome por su mala crianza? ¿Qué más tengo que ver? –Heather apretó los labios.

—Lo siento. No pretendía ofenderte.

—No, sólo estás volviendo a ser la misma Heather, en desacuerdo conmigo todo el tiempo. Parecía tu deber en la vida llevarme la contraria.

— ¿Tan mal nos llevábamos?

—Te supliqué que no te fueras de casa esa noche. Teníamos una cena con Raphael, te pedí que te quedaras, pero no, te fuiste con tus amigos, y ¡mira todo lo que provocaste!

—No… no recuerdo nada de eso.

— ¡Pero lo hiciste! Y el no recordarlo no te excusa –Heather bajó la cabeza. No estaba acostumbrada a que le reprocharan cosas que había hecho; por lo general, era ella quien se reprochaba a sí misma.  Sin embargo, reconocía la autoridad de una madre, y tendría que recordarse a sí misma que ella, a los ojos de todo el mundo, ya no era una venerable anciana, sino una joven loca que había puesto en riesgo su propia vida.

Respiró profundo y miró a Georgina fijamente.

Parecía ser una mujer de carácter débil, cuya hija era más fuerte que ella. Debía estar todo el tiempo muy agobiada. Tenía un marido exigente, una hija rebelde, una imagen que llevar… su aspecto pulcro no la engañaba, por dentro debía sentirse muy cansada, muy anciana.

Ella sabía lo que se sentía, así que movió su silla de ruedas hasta ponerse justo frente a ella, tendió una mano, y cuando Georgina no se la rechazó, le sonrió. Aquella mujer tenía un corazón noble, después de todo, y hambriento del amor y la aceptación tanto de su hija como de su marido.

—No lo recuerdo, pero… perdóname. Perdóname porque seguro que te he hecho llorar mucho –y justo en ese momento, Georgina se puso a llorar. Se inclinó sobre ella y la abrazó fuertemente.

—Eres mi hija, mi niña, mi bebé. Lo más hermoso que tengo. Te amo demasiado, y siempre he lamentado no poder influir sobre ti para que hagas las cosas como se supone que debes.

—Lo siento…

—Pero ha sido mi culpa, desde niña siempre busqué complacerte en todo y…

—Heather no te lo puso fácil –cuando Georgina la miró extrañada, se corrigió—. Yo… yo no te lo he puesto fácil. He sido una hija bastante difícil, por lo que veo.

—Vaya, no puedo creer que te esté escuchando admitirlo. Esto es todo un acontecimiento.

—Tú y yo habríamos sido unas excelentes amigas –murmuró Heather sonriente, y Georgina la miró un poco impactada.

—Bueno… —susurró—. ¿Quién dice que aún no podemos serlo? –Heather amplió su sonrisa, y esta vez Georgina sí la reconoció, era la sonrisa traviesa de siempre.

—Sí, ¿quién dice que no?

 

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