Esa dulce sensación

Me tomó firmemente con ambas manos por los bíceps. Lo sentía fuerte y seguro de sí mismo. Me hacía notar que hablaba en serio, pero no me hacía daño. Se agachó para quedar cara a cara conmigo y con voz dominante me dijo, lenta y pausadamente:

—Estás herida. No voy a discutir. Subirás y te curaré, luego podrán seguir su camino y yo volver al mío —me vino a la cabeza la imagen de una niña de 3 años a la que le están explicando algo que no logra entender. Ese pensamiento fue el detonador que hizo que mi sumisa interior diera un paso al frente. No pude evitarlo. Ella siempre estaba ahí, al acecho. Bajé la mirada. Sentí cómo la tibieza de la sumisión me envolvía, me sentí sometida. Una corriente de calor descendió desde mi vientre hacia mi entrepierna. Noté que me ruborizaba. Con apenas un hilo de voz logré responder

—De acuerdo —¿¿¿qué diablos me pasaba??? Nunca fui un hueso fácil de roer. Mi sumisa interior no era una chica tan fácil. Mi entrega siempre fue un premio difícil de conseguir para un Dominante. Una tarea dura y trabajosa y nunca conseguían mi entrega total. Pero ahí estaba yo, completamente dócil ante este adonis de carne y hueso. Solo con mirarme logró que me sintiera una niña frágil. Las pequeñas descargas eléctricas, se convirtieron en oleadas de electricidad, que me sacudían por dentro. El deseo creció en mí como una ola. Todo mi cuerpo me reclamaba sus manos, cada célula de mi piel se quemaba ante el abrazador roce de sus dedos, su mirada me destrozaba por dentro. Rompía cada una de las paredes que recubrían mi ser y me resguardaban del exterior.

Me tomó del codo y me llevó a rastras. El portero abrió la puerta mientras le saludaba.

—Buenos días señor Navarro.

No contestó, pero asintió. Cruzamos el umbral de la puerta a una velocidad exagerada. No entendía bien qué demonios pasaba. Intenté en vano soltarme, pero él era mucho más fuerte que yo. Nos detuvimos frente al ascensor y lo llamó. Recién cuando entramos al pequeño habitáculo me liberó. Puso sus manos en los bolsillos y miró hacia abajo, perdido en sus pensamientos. Tuve la sensación de que disputaba una lucha interna. De repente su mandíbula se tensó y lo vi tragar con dificultad.

—Soy Lexy, por cierto. Y él es Xander —le hice un gesto señalando a mi pequeña bestia que aún lucía triste y desalentado por el reto.

Lo tomé por sorpresa. Me miró desconcertado y sorprendido, como si le estuviera diciendo que venía de Marte, en una misión de paz y amor.

—Dante —respondió y no volvió a dirigirme la palabra. Solo se quedó mirando fijamente la aguja indicadora del piso por el cual pasábamos. Parecía ansioso, fuera de su zona de confort o algo así. Quizás solo me lo parecía a mí.

El ascensor se detuvo en el último piso del edificio, por supuesto, un hombre vestido así, bajando de semejante vehículo, no podía vivir en otro lado, que no fuera el penthouse del edificio más exclusivo de todo Salamanca. Volvió a cogerme del codo. Frente al ascensor había dos puertas de madera pesada, que parecían impenetrables. Sacó un juego de llaves del bolsillo y abrió estrepitosamente. No detuvo su andar arrogante y altanero. Cansada de que me remontara como un barrilete paré en seco y de un tirón intenté soltarme de su mano. Se detuvo y se giró a mirarme de frente. Lucía ofuscado.

—Aunque no lo parezca, te aseguro que puedo caminar solita —mi paciencia también comenzaba a acabarse. Estaba enojada, excitada y deseosa por correrme, pero no me iba a dejar llevar tan fácilmente.

Se movió como sacudiéndose algo de encima, respiró hondo y relajó su ceño. Con una voz mucho más tranquila y serena dijo:

—Lo siento, es que estás herida.

Esta vez, la confundida era yo.

—¿Tienes aversión a la sangre? —pregunté incrédula. Daba la impresión de que ese hombre no le temía a nada.

—No, no es eso. Ven, me ocuparé de ti.

El recibidor consistía en un pasillo ancho, limpio y luminoso. Bien terminadas tiras de madera de ébano recubrían el piso. Las paredes lucían un inmaculado color espuma de mar y las molduras, de estilo romano, anunciaban la unión de las paredes de doble altura con el techo abovedado. Una lujosa araña de color rojo que terminaba en pequeñas gotas de cristal como una lluvia, colgaba en el centro del recibidor, desde una larga cadena de acero. Sendos cuadros de motivos abstractos, en diferentes tonalidades de rojo, adornaban las paredes a ambos lados y el escaso, pero bien elegido mobiliario encajaba perfectamente con la decoración. En varias mesitas auxiliares habían colocados hermosos ramos de flores frescas que inundaban el salón con un exquisito aroma. Unos sillones de estilo romántico tapizados con cuero negro terminaban de darle un aire acogedor y muy masculino al ambiente. Caminamos por la enorme entrada y pasamos puertas dobles de blanco inmaculado. Arcos, que repetían el estilo romano de las molduras, anunciaban ambientes gigantes y lujosos. Finalmente llegamos a la cocina. Esta tenía el doble del tamaño de mi loft. Electrodomésticos de acero inoxidable ultra modernos resaltaban sobre el negro oscuro de las encimeras y contrastaban con el blanco perlado del granito. En el medio, una cocina gourmet le daba apariencia de hogar. Sobre un costado unos sillones oscuros que parecían muy cómodos, rodeaban una mesa baja en la cual había libros y los más delicados adornos de cristal Baccarat que hubiera visto en mi vida. Un televisor gigante colgaba de la pared y empotrados en ella se hallaban el resto de los aparatos electrónicos de la sala. Al otro lado de la cocina, una mesa redonda de madera blanca con cuatro sillas a tono, completaban el mobiliario.

Me quitó la correa de la mano y Xander se recostó en el suelo, paciente, a la espera.

—Siéntate aquí —ordenó, mientras alejaba una de las sillas de la mesa redonda.

No objeté. Salió de la habitación y yo me quedé sumida en mis pensamientos. ¿Qué tenía este hombre que tan naturalmente lograba doblegarme? Lo deseaba, por supuesto. Deseaba sus manos acariciando mi cuerpo, deseaba que me azotara hasta caer rendida a sus pies, desecha. Quería su boca saboreando cada centímetro de mi piel, embriagarme con su aroma de madera dulce. Deseaba ver su mandíbula tensionada por la excitación de mi entrega. Necesitaba que me poseyera completa. Que me hiciera correr hasta gritar. Ansiaba sus órdenes con esa voz tan cruda, robusta y seductora. Quería sentirlo mío, y que él me sintiera suya. Necesitaba ser suya. Solo imaginarme a sus pies me ponía al borde del clímax. Cerré los ojos, escondí la cara entre mis manos y traté de normalizar mi respiración. Pero entonces un ardor extraño me quemó la garganta. Instintivamente me llevé la mano al cuello, como quien se sofoca. Su olor me invadía y sentí enloquecer. Con delicadeza sus dedos me agarraron del mentón y me levantó la cara. Abrí los ojos de repente, y lo tenía tan cerca que el calor que emanaba me encendía aún más. Me paralicé. Lo miré con ojos llenos de deseo, suplicantes. Siempre se me oscurecían y se tornaban desafiantes cuando estaba excitada. Lo vi cerrar los ojos y respirar por la boca. Parecía intentar controlarse. Me pregunté si él sentiría lo mismo que yo. El deseo subió un grado más ante la posibilidad de que así fuera y sentí el intenso calor en el vientre cuando la sangre comenzó a dirigirse hacia mi clítoris. Entonces, de repente, respiró hondo y se alejó de mí. Me quedé perpleja. El abandono me desoló.

Abrió un pequeño maletín de primeros auxilios y lo depositó sobre la mesa. Con experta destreza cogió los elementos que necesitaba. No podía apartar los ojos de sus movimientos, me resultaban fascinantes, como un depredador a punto de lanzarse a su presa. Noté que de nuevo intentaba retomar el control. Con un cuidado excesivo, como si yo fuera una frágil copa de cristal, me limpió y curó la herida. Luego puso un apósito sobre ella y con una caricia, que casi me hace desfallecer, finalizó la tarea.

—Como nueva. Trata de no malograrte más por un tiempo. ¿Puedes caminar? —Otra vez sus palabras me volvían a la realidad, alejándome de la fantasía que mi mente sumisa y masoquista estaba proyectando para mi tortura y deleite.

—Claro que sí —me puse en pie, cerré los ojos, inhalé profundamente incitando al aire a alcanzar cada centímetro de mi cuerpo y buscando centrarme en mis movimientos.

—Vamos Xander, andando —me encaminé hacia la salida y él rápidamente me alcanzó y me puso una mano en la cintura en un gesto posesivo que volvió a nublar mi juicio. No me quejé. Aún ansiaba su contacto. Cuando llegamos a la gran puerta doble me giré para mirarlo.

—Gracias, has sido todo un caballero. Déjame aunque sea, pagar por la tintorería, es lo menos que puedo hacer.

Volvió a regalarme esa media sonrisa torcida que me arrancaba suspiros.

—Ahhh.

—No es necesario. Como dije, es solo ropa —su tono fue encantador, a sabiendas de que era irresistible. Maldije en mi interior.

—Vale. Gracias de nuevo —abrió la puerta, llamó el ascensor y nos quedamos en silencio mientras subía. Cuando se abrió, Xander y yo entramos y con un nuevo sentimiento de añoranza me resigné a abandonarlo. Su mirada caló hondo en mi alma. Sentí también su dolor. Probablemente era solo mi imaginación. Las puertas se cerraron y tuve que apoyarme en uno de los laterales del ascensor para recobrar la compostura. Estaba demasiado aturdida. Demasiados sentimientos y emociones se arremolinaban dentro de mí. Me pregunté si su personalidad dominante era fruto de la práctica activa o si la emanaba naturalmente, de modo inconsciente.

Me adentré en el BDSM desde muy temprana edad y conocía a la perfección los lugares en los que se practicaba, a lo largo y ancho de casi toda Europa. Mis viajes de trabajo me llevaban a las ciudades más cosmopolitas y hermosas y en cada una de ellas me las ingeniaba para darme una vuelta por alguna de las mazmorras locales, aunque solo fuera para mirar e interiorizarme de la forma en que cada comunidad disfrutaba y vivía este maravilloso y mágico estilo de vida. Si alguna de esas veces lo hubiera visto por esos sitios, sin duda lo recordaría.

Salimos del edificio y el buen hombre que guardaba la entrada, me saludó con cortesía. Le dediqué una sonrisa fingida, pero estupendamente creíble, gracias a los años que viví con los Miller, asistiendo a eventos, beneficios, fiestas y demás eventos sociales que la vida de alta sociedad requiere.

Sentí que alguien volvía a cogerme del codo y me giró bruscamente. Me quedé con los ojos como platos cuando vi que era él, mi adonis de carne y hueso.

—Te llevaré hasta tu casa —no era una petición precisamente.

—Te agradezco, pero no. Preferimos caminar. Además, nos dirigimos a los Jardines del Descubrimiento.

—Insisto.

—Es nuestra salida dominical. Espera toda la semana por esto, así que gracias, pero no.

Me soltó, asintió y por fin nos fuimos.

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