Siénteme... (Saga Tómame I)
Siénteme... (Saga Tómame I)
Por: Loli Deen
Un encuentro fortuito

Un húmedo y frío beso me hacía cosquillas en la punta de la nariz. Una sonrisa escapó de mis labios, pero no abrí los ojos y me quedé inmóvil ante tamaña muestra de cariño. Los rayos del sol entraban sin ningún reparo por los grandes ventanales y calentaban mi piel —Una hermosa mañana de noviembre—pensé para mí. Otro beso, esta vez acompañado de un lengüetazo largo y húmedo. Volví a sonreír.

—¡Xander hueles terrible! Necesitas de manera urgente una limpieza bucal—dije, mientras arrugaba la nariz en una mueca de asco, por demás exagerada, y me limpiaba el camino de saliva que su “afecto” dejó en mi rostro.

De un salto se subió a la cama, se recostó con la panza pegada al suave colchón, mirándome entre pestañas con esos dulces y cariñosos ojos negros.

—¿Cómo has dormido pequeño? —Pregunté. Y él, con ojos suplicantes, inclinó la cabeza levemente hacia la derecha.

—De acuerdo, tú ganas. ¡Me levanto! —Retiré las sábanas y de un salto, salí de la cama. Xander me siguió, en silencio, como estudiándome. Mi pequeño es muy inteligente. Lo único constante en mi vida. Mi compañero fiel y leal. Mi confidente, que me consolaba en silencio cada vez que lo necesitaba, sin juzgarme, sin sermones baratos. Mi hermoso Pastor Alemán, mezcla de… vaya uno a saber qué.

Nos conocimos una tarde lluviosa hace ya dos años. Yo volvía a casa y en la vereda estaba él, un pequeño cachorro de no más de tres meses, que se alimentaba de los restos de un sándwich. Me acerqué lentamente, con cuidado para no asustarlo. Me agaché y le pregunté: «¿solo en el mundo?» mientras estiraba mi mano con la palma abierta y hacia arriba para que él hiciera el resto y se acercara a mí.

Con sus ojos llenos de curiosidad y desconfianza, lentamente, se acercó a mi mano, la olió y luego la besó. Ese fue nuestro momento mágico de película. Nos enamoramos locamente y nunca más nos separamos.

—Nos cuidaremos y nos haremos compañía —susurré, mientras lo cargaba y lo protegía de la lluvia.

Me desperecé, mientras emprendía el viaje hacia el baño, levantando los brazos sobre mi cabeza. Me estiré tanto como pude, hasta quedar en puntas de pie. Un grito de desahogo salió con fuerza a través de mis pulmones. Era mi manera de sacudirme la noche de encima. Un ritual infaltable por la mañana.

Mientras cepillaba mis dientes con empeño, vi la imagen que el espejo me devolvía. Fruncí el ceño en señal de desaprobación. Unas oscuras y violáceas ojeras adornaban mi cara. Ojos enrojecidos e hinchados. Una mala noche. Como cada primero de noviembre, durante los últimos cinco años.

Me lavé la cara con más fuerza y determinación de la necesaria, en un intento por recobrar la normalidad. No funcionó. Resignada me hice un rodete con el pelo, le dediqué a Xander una mueca divertida y me dirigí a la cocina. No es que tuviera que andar muy lejos. Vivíamos en un loft en el centro de Madrid, rodeado de un paisaje acogedor, donde se respiraba aire bohemio por doquier.

El loft tenía espacio suficientemente amplio para los dos. Cabían sin problema unos sillones muy mullidos y confortables frente a un televisor de plasma, obsequio de mi querido primo Thomas, que insistió sobremanera en que debía tenerla. En la única pared divisoria, unos nichos de piso a techo, servían de relicario para mis incontables libros y recuerdos de viajes. Una mesa de trabajo, una cajonera amplia de oficina y una cama adornada con unos cuantos almohadones con el nombre de las diferentes ciudades del mundo que visité, junto con dos mesitas auxiliares de cromo y vidrio, completaban el mobiliario. La cama estaba encuadrada por una gigantografía de una de mis fotografías favoritas, que yo misma tomé, de una joven que bailaba en el centro de la Plaza España, en Roma. Un placard empotrado en la pared, era la antesala de un sencillo pero funcional cuarto de baño. Frente a la cama se encontraba la pequeña cocina. Los muebles, color petróleo, contrastaban con el marfil de las paredes y el piso de algarrobo oscuro. Una pequeña isla flanqueada por cuatro banquetas en cromo y cuero negro dividían el lugar.

—¿Tienes hambre pequeño? —le pregunté a Xander, que sentado sobre sus patas traseras me observaba fija pero dulcemente. Llené su bol con alimento para perros y le acaricié la cabeza.

Me dirigí a servir una gran taza de café; mi día no podía empezar sin un café negro y fuerte, que sacudiera mi cerebro. Olía maravillosamente ¡a gloria! Busqué algo para acompañarlo. Encontré unas rodajas de pan de molde y las puse en la tostadora. Apoyada sobre el frío mármol de la mesada, miré como Xander engullía ávidamente el contenido de su plato, mientras esperaba que mi desayuno estuviera listo.

Cuando acabó de tragar el último bocado, volvió a sentarse sobre sus patas traseras para contemplarme con ojos inquietos. Era muy intuitivo y sabía que en estas fechas necesitaba de su presencia más de lo habitual.

—Sí, debo dejar de compadecerme de mí misma. Ya lo sé. No necesitas recordármelo —le repliqué mientras inclinaba la cabeza hacia la derecha, gesto que siempre me hacía entender que él me escuchaba, me comprendía, y que no necesitaba hablar para comunicarse conmigo.

El ruido del pan, al saltar en la tostadora, me sacó de mis pensamientos. Fui a la heladera en busca de mermelada de fresas y queso blanco. Me senté en una de las banquetas y me dispuse a disfrutar del desayuno de la mejor manera posible. Untaba el queso crema de una manera obsesiva compulsiva cuando el teléfono sonó y me sobresaltó.

Miré la pantalla para ver quién me llamaba, pero solo decía "número privado". Desoyendo la señal de alarma que sonaba en mi cabeza, levanté el auricular.

—¿Diga? —Musité con desconfianza.

—Alexandra, cariño, ¿cómo estás? —preguntaba en un tono más alto de lo saludable, la voz al otro lado.

—Madre… —dije con resignación. Mis sospechas se hicieron realidad, pensé para mí.

—¿Has dormido bien? ¿Te alimentas saludablemente, tesoro? ¿Estás viendo a alguien? —preguntaba sin pausa.

—¿Que parte quieres que conteste primero? —dije mientras me pasaba la mano por la cabeza.

—Alexandra por favor, no seas así con tu madre, que te adora y añora con locura —suplicaba entre sollozos.

—Vale, duermo como puedo, poco, como siempre. Me alimento bien, y veo a mucha gente. Debes ser más específica.

—Alexandra, han pasado cinco años. Debes continuar… —dijo. Mi paciencia estaba en un punto crítico. Me levanté de un salto y la corté en seco antes de que terminara la oración.

—Ahórrate la frase barata y estudiada de libro de autoayuda. No la necesito. Sigo adelante con mi vida. Si lo que te preocupa es la parte sentimental, solo he de decirte que tengo amigos, y amigos más íntimos, pero no me interesa contarte a ti, de mi vida privada.

—Tesoro por favor, solo me preocupo por ti, no es sano lo que haces —dijo con la voz entrecortada.

—Madre, no me analices. Sabes muy bien que no me gustan los loqueros. No acepto que nadie me diga cómo vivir mi vida, y mucho menos, que me juzgue sin caminar por lo menos una hora en mis zapatos. Ahórramelo por favor.

—¿Alexandra, cuando vendrás a visitarnos? Hace 10 años que no te vemos y necesitas pasar tiempo con tu familia.

—Ya te lo he dicho. No tengo con quien dejar a Xander y no voy a consentir que viaje con las valijas, mientras yo, estoy cómoda en mi asiento —durante los últimos dos años, mi pequeño se había convertido en la excusa perfecta para evitar mi viaje a Oviedo a la casa familiar.

Mi madre iba a agregar algo más, cuando la interrumpí y me disculpé.

—Debo llevar a Xander a su paseo. Lo siento, debo irme. Déjales mis saludos a todos. Adiós.

—¡Alexandra! —fue lo último que alcancé a escuchar cuando colgué el teléfono. Apuré la taza de café y me dirigí hacia el placard en busca de mi tan querido “conjunto dominical”, que consistía en un jean gastado con aberturas en las rodillas, mis All Star negras y una remera de los Guns and Roses del año 87 con la tapa de “Appetite for destruction”. Le hice un gesto a Xander para que me siguiera. Descolgué del perchero mi chaqueta y un pañuelo para abrigarme el cuello, me puse los lentes de sol, cogí el bolso y salimos.

Como nos gusta el deporte, bajamos los cinco pisos por las escaleras. Xander es bien educado y nada agresivo, pero de vez en cuando, en sus ansias por jugar con otros animales, corre como un loco tumbando todo lo que encuentra a su paso. Por eso siempre lo paseo con correa.

Mientras caminábamos bajo el cielo de Madrid disfrutando de los últimos días templados del año y el sol de la mañana, no pude dejar de pensar en mi familia. Generalmente no era una persona que se preocupara demasiado por los sentimientos o que añorara la calidez de un hogar, que no conocí. Pero en estas fechas, siempre me encontraba nostálgica.

Nunca había experimentado un hogar cálido y agradable y jamás sentí los lazos familiares con nadie. Bueno, a excepción de Thomas, mi queridísimo y maravilloso primo. Tomy tiene mi edad, 27 años, y es un joven bellísimo y esbelto, con el pelo del color de los rayos del sol en una tarde de junio, que le bañaba el rostro angelical y aniñado, en mechones desordenados y sexys. Tenía las facciones de un querubín, lo cual hacía que una se preguntara si era real. Sus hermosos ojos celeste agua, tan parecidos a los míos, y la tez blanca de su piel, eran lo único que teníamos en común físicamente.

Tomy era mi único lazo consanguíneo con mi familia y, además mi mejor amigo.

Desde muy pequeña sentí que no encajaba en la fastuosa dinastía Miller. Éramos tan diferentes que apenas cumplí la mayoría de edad, me marché para jamás volver.

Mi linaje se remonta a un gran y largo imperio hotelero. Mi padre, Richard Miller III, hijo del magnate Richard Miller II, nacido en América, pero criado en Asturias. Era un hombre serio, de aspecto imponente, rubio, con mi mismo color de ojos, alto y con gran porte, que disfrutaba del lujo y el poder que su apellido le otorgaba en cualquier parte del mundo. Se había casado a los 25 años con mi madre, al acabar la carrera de Administración de Empresas. Ella, Amparo Vázquez, una joven psicóloga de clase media que jamás llegó a ejercer su profesión, tenía el cabello del color del chocolate, la tez clara como de porcelana y los ojos negros como la noche. Era bella, no se podía negar. Apenas se conocieron se enamoraron y se casaron. Al poco tiempo llego Andrés, mi hermano mayor. Andy se parecía mucho a nuestro padre y siguió sus mismos pasos, haciendo honor al legado familiar. Luego vine yo, la decepción de la familia, la oveja negra. Al cabo de 2 años llegó Ariana, mi hermana menor, una joven hermosa, que había heredado la belleza natural y española de mi madre. Una princesa con todas las letras. El único rasgo que yo compartía con mis hermanos, era la inicial de nuestros nombres. Todos comenzaban con “A”, como el de mi madre. Por lo demás, éramos la noche y el día.

Todos ellos se sentían como peces en el agua ante la ostentación y la riqueza, mientras que yo, la padecía.

Desaprobaban mi forma de vida. Había rechazado el apellido Miller con todo lo que aquello conllevaba. Me fui a la universidad Central de Madrid a estudiar fotografía. Desde muy pequeña el arte me llamó la atención. Sentía una enorme calma al contemplar una pintura, admirar una escultura o verme rodeada de fotografías en blanco y negro. Mi padre me enviaba cada mes sobres con cheques abultados, que yo devolvía al portador, rechazándolos. Costeé mis estudios trabajando de camarera en un café cercano a la universidad. Jamás me lo perdonaron. Creían que era una deshonra para la familia. Cuando decidí utilizar el apellido de soltera de mi madre, para que nadie supiese quien era realmente y me trataran como una más, mi padre no volvió a dirigirme la palabra, después de decirme que, para él había muerto.

Un tirón seco me sacudió, sacándome de mi ensoñación, y sentí que la correa de Xander se escapaba de mi mano. Caí de rodillas al suelo y tratando de amortiguar la caída quedé en cuatro patas sobre la acera, viendo con desesperación, como mi pequeña bestia corría poseído.

—¡Xander! ¡Xander detente ahora mismo! —grité desesperada. Me levanté tan rápido como pude y corrí tras él. Un hombre limpiaba la acera de un edificio cuando Xander la traspasó endemoniado. Se detuvo de repente y saltó sobre otro hombre que bajaba de un maravilloso y reluciente Audi R8 blanco con detalles cromados.

Se paró en dos patas y clavando las delanteras en el torso del hombre de traje se estiraba tratando de lamerle el rostro. Cuando por fin lo alcancé me quedé paralizada. A Xander, por regla general, no le gustaba ningún hombre que no fuera Thomas, pero ahí estaba, recibiendo a este extraño como si fuera el mismísimo amo y señor del mundo.

El excepcional hombre de traje, lo agarró por detrás de las orejas y le sacudió la cabeza de forma cariñosa y juguetona.

—Vaya grandulón, que forma de presentarse —le dijo en tono amigable.

Atónita por la escena y dura como una estatua, solo atiné a observar a ese hombre alto, de cuerpo atlético y porte intimidante que tenía frente a mí. Su traje era azul oscuro, claramente hecho a medida, de diseñador, que le remarcaba unos hombros anchos y una espalda amplia que formaban una perfecta “V” al terminar en su cintura. Unas piernas musculosas y largas por las que caía elegantemente el pantalón, haciendo juego. Su camisa blanca a rayas verticales, a tono con el traje, lucía las huellas de Xander, sendos manchones de barro que la decoraban, tanto como al saco. Los dos botones superiores se habían desprendido y dejaban ver el inicio del vello del pecho. Una corbata desordenada, también a rayas azules, pero en diagonal, reposaba a un lado del cuello. Levanté la vista. Era alto. Muy alto. Tan alto que, con mi metro setenta y dos apenas si le llegaba a la barbilla.

Su cara me quitó la respiración. Una mandíbula cuadrada, muy masculina enmarcaba su rostro, que parecía cincelado por el mismísimo Miguel Ángel. Su boca se cerraba en una línea apretada. El labio inferior era ligeramente más grueso que el superior, que terminaba en picos finamente marcados. Su nariz era digna de una revista de consultorio de cirugía estética, pero lo que me dejó completamente fuera de juego, fueron sus ojos, de un color azul intenso, semejante al cielo despejado de verano. Su mirada era profunda, misteriosa y llena de precauciones. Parecía estar en alerta. Su pelo negro estaba cuidadosamente desalineado, como si acabara de follar. Mi expresión debió ser la de una completa idiota, mirando el sol por primera vez, porque al verme, su gesto fue de extraña confusión. Frunció el ceño, como si yo fuera un problema de aritmética que tuviera que resolver.

—Supongo que el grandulón éste, te pertenece —dijo, mientras me ofrecía la correa, con un tono de voz severo, determinante, pero que no llegaba a ser rudo, sino encantador. La tomé, aún aturdida por semejante presencia.

—No imaginas cómo lo siento, él realmente es muy educado, y en realidad no le agradan los hombres, de hecho, jamás hizo algo así, no sé qué le cruzó por su diminuto cerebro. ¡Lo siento tanto! —las palabras se me enredaban en la boca al salir.

—No pasa nada, no te preocupes, es solo ropa.

Miré a Xander. Se había pasado con su muestra de cariño.

—¡Malo! ¡Eres un mal chico! No vuelvas a desobedecerme —le recriminé en tono severo. Se echó al suelo y metió la cabeza entre sus patas en señal de arrepentimiento. Era su artimaña favorita a la hora de librarse de los castigos.

Busqué rápidamente algún pañuelo en mi bolso y encontré un tisú. Me aventuré, sin pensarlo, a tratar de limpiarle la ropa, mientras repetía una y otra vez lo apenada que me sentía.

Con un movimiento ágil y certero me tomó de las muñecas con sus grandes y varoniles manos.

Sentí como pequeñas descargas eléctricas me punzaban la piel donde me apoyaba las yemas de los dedos, como múltiples picaduras de abejas. Lo miré desconcertada, él lo entendió y mirándome fijamente me dijo en un tono de voz bajo y seductor:

—He dicho que no es nada, es solo ropa, y realmente lo estás empeorando —no pude evitar sentir los trazos de sus músculos, incluso, a través de la fina y delicada tela. Se notaba que dedicaba muchas horas de su día al entrenamiento, ¡era una piedra!

—Lo siento —dije en un susurro. Él aflojó su agarre y me dedicó una media sonrisa torcida.

—Ahhh —un leve suspiro escapó de mi boca.

Esta vez sonrió con todos los dientes y tuve que recordarme cómo respirar. Las rodillas se me aflojaron y me tambaleé. Me sujetó pasando una mano por la espalda baja. Me sentía una completa idiota, jamás un hombre me dejó sin palabras y aturdida. Nadie me provocaba eso, era al revés, los que me miraban con cara de idiotas, siempre eran ellos. Y yo me regodeaba ante el poder que sentía.

Su rostro volvió a oscurecerse. El ceño se le frunció nuevamente y con tono de inesperada preocupación dijo:

—Estás lastimada. Ven, te curaré —seguí la dirección de su mirada y vi como la sangre manaba de una pequeña abertura en mi rodilla derecha.

—Estoy bien, no es nada, me las he visto peores —era cierto. Demasiado cierto.

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