LA ODALISCA Y EL PIRATA
LA ODALISCA Y EL PIRATA
Por: Demian Faust
I

Una persona fuerte no es aquélla que tira al suelo a su adversario. Una persona fuerte es la persona que sabe contenerse cuando está encolerizada.

Mahoma

Dos flotas se enfrentaban mutuamente en una encarnizada batalla naval. Uno de los bandos lo conformaban los navíos reales de España y consistía en cinco buques de guerra fuertemente armados con cañones y acabados de fina hechura que enfrentaban con saña a cuatro galeones pertenecientes a piratas berberiscos. Desde los acantilados de la costa era posible ver como las fuerzas de ambos combatientes se disparaban ruidosas balas de cañón que astillaban los cascos y cubiertas o destrozaban los fuselajes de sus naves rivales.

 Dentro de los barcos piratas podía verse a los aguerridos marineros confrontando a sus enemigos en medio del terrible bombardeo. Pesadas balas de cañón irrumpían por el casco haciendo enormes boquetes y desperdigando escombros por doquier, así como provocando la entrada de agua. Aquellos infortunados marinos en las entrañas del barco que no morían despedazados por la explosión pronto debían preocuparse por frenar la entrada del agua o morir ahogados.

 Uno de estos piratas era Omar Ahmed Mahmud Ibn Farad, mejor conocido sencillamente como Omar, un apuesto e intrépido bandolero al servicio del capitán Samir. Junto a sus camaradas se esforzaba desesperadamente por impedir el ingreso de agua provocado por el más reciente bombardeo enemigo.

 —¡Necesitamos más sacos! —exclamó su amigo Aruj, un regordete y tosco pirata sin un solo cabello en la cabeza, vestido con un chaleco rojo y unos gruesos aretes dorados en las orejas.

 —¡No tiene sentido! —le gritó Omar en medio de la confusión conforme galones de agua salada penetraban por el agujero— ¡ya no hay nada que hacer! ¡Debemos escapar!

 Aruj coincidió.

 Una nueva explosión provocó el caos en las galeras. Pedazos de madera y astillas afiladas se desparramaron por todas partes en medio de un estruendo ensordecedor. Omar fue expulsado por el golpe y cayó sobre la pared contraria golpeándose fuertemente. Sin embargo, recuperó la consciencia tras algunos segundos y buscó a su amigo.

 Aruj se encontraba sobre el suelo ya casi inundado de la galera y tenía el cuello tan evidentemente roto que un pedazo de hueso le salía por la garganta. Omar pronunció algunas oraciones encomendándole su alma a Alá y salió de inmediato de la galera hasta llegar a cubierta.

 Una vez arriba tuvo que agacharse para que un proyectil balístico de cañón no le descabezara. La bala se alojó en el puente despedazando el timón y matando al timonel que salió expulsado hasta caer al agua.

 —¿Preparado para abordar el barco enemigo? —le preguntó el capitán Samir a Omar y este le respondió con un gesto de asentimiento y determinación en los ojos.

 Todos los piratas sobrevivientes tomaron diferentes cuerdas y, con sus mosquetes y cimitarras preparados, saltaron a la cubierta del barco español enemigo.

 Los navíos españoles habían sufrido daños equitativos por los cañonazos berberiscos y al menos dos de ellos se estaban hundiendo irremediablemente. Samir, Omar y los demás piratas que no murieron por balas de mosquetes y arcabuces mientras cruzaban en las cuerdas, aterrizaron sobre la cubierta y comenzaron a matar españoles con sus armas de fuego o a ultimarlos con las cimitarras, enfrascándose frecuentemente en un duelo de espadas y cimitarras que destellaban chispas por la furia de los combatientes.

 Allí estaba Omar, ensartando su espada contra los cuerpos enemigos cada vez que podía, esquivando las balas que pasaban rozándole por la cabeza y que atravesaban caóticamente el espacio, y defendiéndose de los embates enemigos que pretendían cortarle el cuello. Se enfrentó ferozmente a un gigantesco soldado español de más de dos metros y dueño de una musculatura sobrehumana quien rápidamente llegó a someterlo hasta que Omar se tropezó con el cadáver descuartizado de algún caído y resbaló sobre la cubierta encharcada de sangre. El gigante sonrió y preparó su filosa espada para darle muerte al moro.

 De no ser porque otro intrépido personaje saltó desde uno de los barcos vecinos en una cuerda y decapitó al gigante haciendo uso del impulso de su salto, Omar no la contaba. Su salvadora era una mujer con ropajes de bailarina del vientre de color escarlata incluyendo el sombrero de candelabro y un velo que le cubría el rostro —salvo los ojos— para proteger su identidad.

 ¡Aisha!

 La hermosa pirata se unió a sus compinches en la contienda contra las autoridades hispanas. Su estilo y gracia en la esgrima eran sólo comparables con su belleza física por lo que pudo sumar una cantidad numerosa de víctimas a las filas enemigas que, asediada por los múltiples decesos, finalmente fue derrotada.

La contienda fue realmente costosa. Al final sólo sobrevivieron dos barcos berberiscos y un barco español que fue inmediatamente abordado y reclamado por los moros quienes tomaron a los soldados reales sobrevivientes para convertirlos en esclavos.

 —Nos darán buen dinero por ellos en los mercados de El Cairo —dijo el capitán Samir observándolos con avaricia.

 Entre ellos había un garboso militar español que Omar reconoció de inmediato. El comandante don Alfonso de Vorja, encadenado y golpeado al lado de sus compañeros en desgracia.

 —¡Alá es grande! —exclamó Omar al verlo— ¡Miren a quien me encuentro aquí!

 No intercambiaron palabras. Vorja no esperaba clemencia de un bárbaro. Pero Omar le demostraría otra cosa. Se dirigió de inmediato hasta donde el capitán Samir y rogó por su vida y su liberación.

 —Tendrás que darme una explicación más detallada de por qué quieres que libere al español —le respondió el capitán pirata— si es que quieres que me desprenda del mucho dinero con que podríamos venderlo.

 Y Omar así lo hizo. 

Arabia, 1563

En las ardientes arenas del desierto árabe, entre sus sinuosas dunas y bajo el incandescente sol arábigo, internándose en las profundidades del sur, alejados de los grandes centros urbanos de Bagdad, Damasco y Estambul, habitaban los beduinos, la gente del desierto, llevando una vida sencilla y humilde.

 Tres cosas eran fundamentales en la vida de todo beduino; su familia a la que amaba y protegía, su tribu, a la que defendía con fervor, y su honor, siendo preferible desprenderse de la vida que de la honorabilidad. Por eso, los beduinos estaban siempre preparados para cumplir su palabra y para vengar con sangre cualquier afrenta grave.

 La tribu badari era una de estas sociedades beduinas del desierto. La conformaba una caravana nómada constituida por una docena de familias. Era posible ver a los múltiples niños pequeños jugando y correteando entre las rústicas tiendas, con sus risas inundando el silencio del ominoso desierto y en ocasiones alborotando a las ovejas que deambulaban libres o a los múltiples camellos bien atados a un lado del campamento. Las mujeres, cubiertas de pies a cabeza salvo por las manos y el rostro, abocadas a las labores domésticas y conversando entre sí. Las más jóvenes amantaban bebés o cuidaban a los infantes más pequeños, mientras las viejas comadronas les daban consejos. Los hombres, por su parte, también ataviados con sus característicos ropajes y turbantes que les cubrían casi todo el cuerpo para protegerlos del inclemente sol, solían sentarse en círculos a fumar mediante el uso de los aromáticos narguiles y a relatar historias o discutir asuntos concernientes a la tribu.

 Soraya era una muy joven mujer que sostenía a su primera hija en brazos y la consentía mientras escuchaba las constantes indicaciones que le daban su abuela, su madre y su tía respecto a los apropiados cuidados que debía darle a la niña que ya contaba dos años. Soraya era por mucho la mujer más hermosa de la tribu beduina, su cabello era ondulado y negro y sus ojos de un color verde intenso como el de esmeraldas.

 La reunión de los hombres de la tribu finalizó y el grupo se disgregó. Entre ellos estaba el esposo de Soraya, Ismail, quien era joven y apuesto, de barba corta y bien recortada, con una blanca y linda sonrisa, hoyuelos en las mejillas y ojos de color canela. Difería mucho de la mayoría de los ancianos barbudos que componían el concejo tribal. Ismail se aproximó a Soraya quien lo miró sonriente.

 Ismail saludó a sus familiares políticas y les pidió que los excusaran pues requería hablar con su mujer. Él y Soraya se introdujeron a su tienda pero, en realidad, no requería conferenciar nada importante, sencillamente quería tener a su pareja en privado para demostrarle su amor.

 —Hoy cumplimos tres años de habernos casado, amada Soraya —le dijo— y quiero mostrarte una sorpresa que adquirí en Bagdad la última vez que fuimos a comerciar allí.

 De entre sus ropajes extrajo un medallón de oro muy fino que tenía inscrito en árabe las palabras; Alá es el único Dios y Mahoma su profeta, de un lado y Alá bendiga a Ismail y Soraya de la tribu badari y su amada hija Aisha del otro.

 —¡Por Alá! —exclamó Soraya conmovida por el obsequio mientras lo inspeccionaba cuidadosamente en la palma de su mano— ¡Es hermoso, Ismail! Debe haberte costado mucho.

 —Mi amor por ti y por mi hija no tiene precio —explicó Ismail colocándole el medallón alrededor del cuello. —Así que esto es un regalo insignificante.

 Cerca de la localización momentánea de la tribu cabalgaba una nutrida cuadrilla de temibles soldados. Todos cubiertos de negro con largas capas y turbantes que les recubrían el rostro preservando así su ignominia. Los ágiles caballos árabes espolvoreaban la arena a su paso generando una especie de neblina macabra, y blandían sus afiladas cimitarras que destellaban por la radiación solar. En cuanto estuvieron lo suficientemente próximos a los beduinos como para ser visualizados, estos se dieron cuenta del peligro y se pusieron en guardia preparados para defenderse extrayendo sus sables y cimitarras.

 Pero el furibundo escuadrón estaba muy potentemente armado. Primero, grupos de arqueros desplegaron una ráfaga de flechas y dardos que ultimaron a buena cantidad de beduinos hombres, mujeres y niños, sembrando el pánico y sumiendo a la tribu en un caos tremendo. Mujeres sollozaban y gritaban intentando salvar a sus hijos, mientras el llanto aterrado de infantes y bebés llenaba el ambiente conjuntamente con el hedor a sangre humana que comenzaba a teñir las arenas al derramarse de los cuerpos flechados. Una vez dentro de los confines del campamento, los guardias se encargaron de ensartar sus cimitarras en los torsos de los beduinos o de cortarles las gargantas. Ellos se defendieron con fiereza contrarrestando como pudieron los filos enemigos con los suyos propios pero los soldados eran muchos y bien entrenados.

 Soraya se asomó espantada por la puerta de su tienda sosteniendo a su bebé que lloraba desesperadamente. Miró a su esposo Ismail cortándole el abdomen a algún enemigo haciéndolo caer de su caballo y lidiando valientemente contra la fuerza hostil. Enfrentó los embates que realizó otro enemigo desde su caballo con ferocidad y finalmente le cortó el brazo haciéndole perder la cimitarra que cayó al suelo con todo y la mano que la empuñaba, y luego le cortó el cuello al ahora desarmado combatiente. Entonces, por orden del líder de la cuadrilla, los arqueros se concentraron en Ismail y en segundos lo llenaron de flechas hasta dejarlo como un alfiletero. Ismail colapsó tembloroso sobre la arena presa de convulsiones agónicas hasta desfallecer y Soraya ahogó un grito de horror.

 Soraya se escondió dentro de su tienda mientras escuchaba los lamentos desoladores de las mujeres y los niños viendo a sus padres, hijos, hermanos y esposos masacrados. Los soldados prosiguieron la matanza contra las mujeres, niños y ancianos sin misericordia. 

 Consciente de lo que le pasaría, tomó a su hija y la envolvió entre cobijas. Debido al calor, las tiendas beduinas comúnmente dejaban aberturas en las partes de abajo para permitir la adecuada ventilación a menos que hubiera lluvia o tormentas de arena en cuyo caso se cerraban herméticamente. Soraya se arrastró por una de estas aberturas hasta llegar a un camello, en cuya montura colocó un saco y dentro de él a su bebé, no sin antes ponerle el medallón de oro que su marido le regaló alrededor de su cuello. Pretendía subir al animal para escapar pero sintió como un grupo de flechas le penetraba la carne de la espalda con punzante dolor; los enemigos la habían visto y decidieron frustrar su escape dándole muerte.

 —Ahora estás en las manos amorosas de Alá —le susurró a la bebé y con su último aliento nalgueó al camello para que este huyera al desierto, desplomándose después sobre el suelo para morir desangrada.

 Los soldados incineraron las tiendas y celebraron su masacre. La tribu badari había sido por siempre borrada de la faz de la tierra.

 Excepto por una de sus integrantes…

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