CAPÍTULO 5

— ¿Tienes un minuto?

Aitana estaba sentada en el patio trasero, acomodada en una de las mecedoras, con una copa de vino en la mano y la mirada perdida en alguna onda del lago.

— Por supuesto, ¿qué necesitas?

Carlo dio algunas vueltas frente a ella sin llegar a mirarla, y terminó sentándose en una silla alejada.

— Han llegado dos camiones de carga esta mañana — aseguró — están estacionados en el paso a la glorieta…

— Y quieres saber lo que traen.

— No sería mala idea teniendo en cuenta que esta es mi casa. — su enojo fue genuino, como si alguien hubiera puesto en duda su derecho a cuestionar.

— Si no hubieras hecho hasta lo imposible por evitarme desde ayer tarde, sabrías qué hay en esos camiones. —sonrió Aitana.

— No te he estado evitando.

— Realmente no me importa pero sí, me estás evitando. Vamos a dejar algo claro, Carlo, no estoy aquí por ti. Ni por ti ni por el contenido de una cuenta de cheques que no me interesa. Si me quedo es por los niños, y justo como dices, no podré quedarme por mucho tiempo, de modo que quiero disfrutarlos y tratar de arreglar las cosas antes de irme.

— ¿Esta vez será definitivo? — el brillo de triunfo en sus ojos la desconcertó.

— Me temo que sí.

— ¿Eso significa que me darás el divorcio, y a los niños?

Aitana se tensó y sus dedos recorrieron la copa con viva impaciencia. Seguía siendo un asunto en el que no tenía ningún poder de decisión.

— Digamos que así sucede, que te doy el divorcio…

— Te pagaría una buena cantidad…

— ¡Ya te dije que el dinero no me interesa! — lo obligó a callar — ¡Por amor de Dios, no quiero nada tuyo! Pero si eso pasa, si… ¿si te doy el divorcio me dejarías ver a los niños?

— Sabes que no soy tan canalla como para negarte eso. — Carlo se levantó de golpe y la enfrentó — ¡Somos dos personas muy diferentes Aitana, no lo olvides!

— ¿Qué quieres decir?

— Que yo jamás te amenazaría con alejarte de nuestros hijos. Tú lo has hecho por tu propia voluntad y sabes que Stefano y Maya están mejor sin ti.

Aitana dejó la copa a un lado y se puso en pie. Llevaba un vestido negro muy informal, con los hombros descubiertos y la tela suave y vaporosa rozándole los tobillos. Y por alguna razón aquella ausencia de exuberante maquillaje y perfumes de marca le pareció a Carlo una provocación.

— Todos los niños necesitan a su madre. Deberías ver lo felices que se sienten cuando estoy cerca.

— ¡Pues debiste pensarlo antes de desaparecer! — estalló él — Sabes que la única razón por la que no te echo a patadas de mi vida es por esas dos criaturas,  porque si te atreves a apartarlas de mi lado como has amenazado tantas veces tendré que pasar el resto de mi vida en la cárcel, Aitana, porque te juro que te mato.

Su mano fue a sostener con violencia la barbilla femenina y todo el cuerpo de Aitana se arqueó hasta acomodarse al suyo.

— Me parece justo. — dijo con los ojos llameantes de indignación — Nadie tiene derecho a quitarte a tus hijos, ni siquiera porque seas un ogro.

Estaba temblando, de repente la proximidad con aquel hombre se le hizo insoportable, como si cada poro de su piel reaccionara ante un impulso eléctrico. Había algo en la fiereza de su mirada que la subyugaba, y si hasta ese momento se había alegrado en cierto modo de que la evitara, la cercanía inminente la dejaba demasiado expectante, por no decir incapaz de moverse.

— ¿Qué demonios te pasa? — barbotó Carlo, sin poder descifrar aquellas reacciones que jamás había visto.

— Te dije que yo no soy la mujer que crees.

— ¡Diablos!

La apartó de sí con un movimiento discorde y alargó la mano para tomar la copa de vino que Aitana había dejado. Necesitaba alejarse cuanto antes o de lo contrario se pondría en una posición comprometedora.

— Carlo, no estoy buscando un enfrentamiento deliberado contigo. — intentó calmarlo — Sé que no me crees cuando te digo que no soy la Aitana que conoces, pero espero que puedas entenderlo pronto.

Le puso una mano en el hombro, como si fuera un viejo amigo, y trató de reprimir con toda su alma el instinto que la impulsaba a abrazarlo. Lo arrastró hasta la mecedora y después de obligarlo a sentarse, se recostó en la silla que él había dejado vacía.

— Los camiones traen todo lo que se necesita para el cumpleaños. Quizás sea un evento un poco desacostumbrado para un hombre de tu clase, pero confío en que los niños lo disfrutarán, y al final eso es lo único que importa, por eso he preferido que sea una fiesta familiar.

Carlo lanzó por lo bajo una risa llena de amargo sarcasmo.

— Así que también tratarás de conquistar a mi familia. — ironizó — No te basta con tus hijos y conmigo. El rol de madre dedicada debe estrenarse por todo lo alto.

— ¡No seas necio, Carlo! — pero su reproche se interrumpió de inmediato — ¿Tu familia tampoco quiere a Lia… tampoco me quieren?

— No tienes que fingir que no lo sabes. Las relaciones se limitan a lo siguiente: tú los odias y ellos te detestan.

De repente Aitana sintió que le ardía la sangre, como si comprendiera el mundo tan torcido en el que su hermana había ido a meterse.

— Parece que tengo muchos enemigos por aquí. Tú me detestas, tu familia me detesta… debió ser difícil aceptar que una inglesita de clase media compartiera el hogar con el renombrado señor Di Sávallo.

— ¡Calla esa boca venenosa! Mi familia no te quiere porque eres una mala madre, porque tus hijos te ven con suerte cada dos o tres meses, porque ni siquiera te dignaste a regresar hace un año cuando operamos a Stefano de apendicitis, y no notaste que tu hija estaba ardiendo en fiebre cuando le salieron los dientes, porque estabas demasiado ebria como para ocuparte de alguien que no fueras tú misma. — se levantó con rabia y le lanzó la copa, que fue a estrellarse a sus pies — Tú solita te has buscado todos los enemigos, y no mereces nada que no sea nuestro desprecio.

— Carlo… — Aitana se recogió sobre sí misma y los ojos se le llenaron de lágrimas. Algo le decía que solo un inmenso autocontrol impedía que el italiano le propinara una buena bofetada. Aquel era un hombre herido, un hombre al que habían lastimado profundamente porque habían lastimado lo que era más preciado para él: sus hijos. ¿Qué podía hacer ella contra un odio tan grande? — No sé cómo remediar las cosas. — confesó en un susurro.

— Yo sí lo sé. Vete, Aitana. Desaparece de una vez por todas y déjanos en paz.

La bestia enjaulada que llevaba dentro se fue como un bólido hacia la casa y la dejó allí, sentada bajo un mar de estrellas que ya no quería mirar, agobiada por aquellos sentimientos que le arrancaban el aliento en silentes sollozos.

Cómo había ido a parar a aquel campo de batalla, no lo podía comprender. Por qué Dios la había enviado a contemplar aquella familia destrozada, era un enigma que iba más allá de sus fuerzas o su voluntad para arreglarlo, pero como siempre, aun en los peores momentos, sabía que no se encontraba sola.

Sacó el celular y marcó un número lentamente.

— ¿Papá? Perdona que te despierte tan tarde, necesito… necesito…

— Hija ¿estás llorando? — al otro lado la voz fue como un bálsamo frío que alivió su ánimo.

No supo cuánto tiempo estuvo hablando con su padre, pero cuando terminó estaba riendo, segura de que la ayuda venía en camino, y de que su tiempo allí estaba destinado a hacer alguna diferencia.

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