Los labios de Aitana (4to Libro)
Los labios de Aitana (4to Libro)
Por: Day Torres
CAPÍTULO 1

Florencia era un sitio espectacular, pero lo mismo podía decir de Milán o de Roma. Había amado Italia desde el primer día que había puesto los ojos en aquella tierra, dos semanas atrás, y aunque no había tenido mucho tiempo para disfrutar cada ciudad, estaba decidida a aprovechar al máximo sus vacaciones, las primeras que se tomaba en cuatro años.

No podía decir que trabajaba tanto porque viviera mal, seguía ocupando la casita de dos pisos del condado de Yorkshire donde ella y su hermana habían nacido, y era socia de una agencia que organizaba eventos de sociedad, pero ser su propia dueña significaba también que no siempre podía dedicarse el tiempo necesario para la distensión.

Sin embargo había motivos de fuerza mayor para tomarse un mes de descanso y viajar a Italia: quería verlas de nuevo, a su madre y a su hermana, quería saber cómo y dónde vivían, y por qué no habían regresado en veintidós años ni una sola vez para visitarlos a ella y a su padre.

Al llegar a la verja de la mansión Di Sávallo se dijo que no iba buscando excusas ni disculpas, solo quería conocerla, conocer a la mujer en la que se había convertido durante aquella larga separación.

Muchos meses de ardua búsqueda le habían costado encontrar a su madre, y no había permitido que su frío recibimiento la afectara. Hacía ya tiempo que había aprendido a tomar las cosas de quien venían, y no esperaba mucho de una mujer cuya mayor atención era una postal de cumpleaños. Pero su hermana era diferente, no había sido decisión de ninguna de las dos que las separaran a tan temprana edad, y habían mantenido una infantil correspondencia todavía durante algunos años, hasta que la distancia y la adolescencia habían terminado por enfriar las relaciones.

Ahora hacía ya siete años que no existía ningún tipo de comunicación, entonces decidió que, si la montaña no venía a ella, entonces no estaba mal intentar ir a la montaña. A regañadientes su madre había accedido a darle la dirección de Lianna, y no podía negar que la perspectiva de conocer la ciudad de Florencia la entusiasmaba.

Sin embargo cuando el taxi se detuvo frente a la caseta de seguridad de aquella residencia señorial, lo primero que asaltó su pensamiento fue el pobre cuartucho donde seguía viviendo su madre en Milán. Obviamente tenía que haber problemas entre ellas, pero ese era un asunto que escapaba a sus manos y en el que no se quería inmiscuir.

Se dirigió al guardia de seguridad para anunciar su visita, pero el hombre le hizo un sencillo gesto de reconocimiento y la saludó con respeto.

— Bienvenida, señora Di Sávallo. — murmuró mirando al taxi con expresión burlona — ¿Otra vez ha perdido las llaves del Jaguar?

— ¿Disculpe…? — más allá del hecho de que la hubieran confundido con su hermana, lo cual era bastante normal, lo que le ocupó la mente fue el fugaz razonamiento que le provocó la pregunta del guarda: ¿Cómo alguien podía perder las llaves de un Jaguar? ¿Y más de una vez?

Levantó diplomáticamente el dedo índice para hacer la aclaración necesaria: que no era Lianna, pero un estruendo dentro de la casa hizo que tanto ella como el guarda volvieran la cabeza al mismo tiempo en la dirección de donde venía el ruido.

La mansión estaba por lo menos a cien metros de la verja, y por la puerta principal salió corriendo una chica con la expresión más angustiada que había visto jamás. Atravesó la distancia que los separaba dando tropezones sobre la grava de la entrada, y se dirigió al guarda con acento suplicante.

— ¡Es el niño! Llama al chofer, hay que llevarlo al hospital con el señor…

Se llevó las manos a la cabeza como una brizna temblorosa, y de pronto pareció notar su presencia, la miró de arriba abajo, como si no estuviera segura de qué hacer y luego se colgó de sus manos con angustia.

— ¡Señora! Señora es el niño… el niño Stefano. ¡Por favor vaya a verlo! — la súplica en su voz la sobrecogió.

— Pero…

— ¡Señora por favor, es su hijito!

Aitana sintió durante un segundo que la mansión giraba a su alrededor y se aferró con fuerza a las manos de la chica.  ¿En qué mundo alguien tenía que rogarle a una madre para que fuera a ver a su hijo? Despejó entonces sus pensamientos, sacó de ellos a su madre, a Lianna y al hecho de que estuvieran confundiéndolas y se aferró a la urgencia de la situación.

— ¿Qué ha pasado? — preguntó mientras se dirigía a la casa a paso vivo, con la muchacha pisándole los talones.

Habría podido entender la retahíla de palabras si la chica hubiera hablado más despacio, su dominio del italiano no era espectacular pero podía comunicarse con fluidez. Sin embargo antes de que pudiera hacer cualquier acotación la escuchó tropezarse con sus propias palabras y disculparse de inmediato.

— Lo siento, señora. Olvidé que no debemos hablarle en italiano. El niño Stefano estaba saltando en la cama, intentando ver a la niña Maya en su cunita, y yo no vi… solo salí un segundo y escuché el golpe. Cuando llegué ya el niño Stefano estaba en el suelo, junto a una lámpara y una mesa de noche volcadas… ¡Y está llorando mucho, señora!

Aitana se mesó los cabellos con ligereza y entró en la casa mirando a todos lados, preguntándose cuán riesgoso sería pedir indicaciones. Estaba asumiendo inesperadamente el papel de Lianna, y habría sido estúpido preguntar cuál era la habitación de sus hijos.

Por fortuna la chica echó a andar frente a ella con la cabeza gacha y la llevó por la escalera principal al segundo piso. Contó una, dos, tres puertas a la derecha por el corredor y cuando la cuarta se abrió por fin, el panorama hizo que un escalofrío la recorriera. La habitación era un caos de objetos de decoración rotos, cristales y mesas volcadas, el accidente parecía más grande de lo que le habían contado y junto a la cama, rodeado de gente, un niño tembloroso lanzaba constantes gritos.

Tres mujeres vestidas de uniformes azules y blancas cofias se volvieron para mirarla en cuanto entró, le hicieron un respetuoso saludo y se alejaron del niño, dejándolo solo y sollozante. Aitana sintió que aquella actitud la fustigaba,  una casa donde se valoraba más el protocolo que el dolor de un niño no era un lugar en el que podía estar a gusto, pero no tenía nada que replicar, después de todo, no era su casa.

Lanzó el único bolso que llevaba sobre la desordenada cama y se arrodilló frente al pequeño, debía tener unos cinco años, aunque tenía la constitución física de un niño de menor edad, el cabello cobrizo y rizado le caía sobre la frente perlada de sudor y en cuento la vio intentó alejarse, recogiéndose sobre sí mismo. El gesto, sin embargo, pareció lastimarlo y le arrancó otro grito desesperado.

Llevarse las manos a la cabeza no iba a resolver nada, de modo que Aitana intentó conservar la cabeza fría aunque la fuerza de un yunque parecía oprimirle el pecho.

— Cielo, cálmate. Todo estará bien. — Stefano la miró con recelo sin dejar de gemir, pero Aitana siguió hablando con voz suave y armoniosa — Ya estoy aquí, todo estará bien. ¿Puedo tocarte? ¿Puedo ver dónde te lastimaste?

El niño no le contestó, pero no intentó apartarse de nuevo cuando ella acercó su mano con cautela.

— Me han dicho que te caíste de la cama. ¡Eso es seguramente porque eres un gran aventurero! Ahora tienes una herida de guerra, como los soldados. ¿Me dejas verla?

Stefano siguió su mirada con ojos llorosos y Aitana le examinó la pierna. Por encima del tobillo la inflamación comenzaba a crecer con evidente rapidez y el daño no debía ser poco cuando la blanca piel de la pantorrilla estaba adquiriendo tonos de un rosa fuerte. No sabía mucho de medicina, pero no era la primera vez que veía una contusión como aquella.

— Es posible que se haya roto la pierna. — dijo a la chica que la había guiado hasta allí, y que se había quedado como una estatua junto a la puerta — Manda a que preparen un coche, rápido, necesitamos salir.

No estaba muy segura de lo que iba a hacer, pero en una casa como aquella era imposible que no hubiera uno o dos autos a su disposición para emergencias, y recordaba que la muchacha había mencionado un chofer.

Se volvió hacia el niño con una sonrisa tranquilizadora.

— Cielo, tenemos que llevarte al hospital para que te sientas mejor. Te prometo que pronto vas a estar bien.

Stefano la miró con inseguridad sin dejar de sollozar, sus grandes ojos negros parecían escrutarla, como si intentara encontrar razones por las que debía confiar en ella. Finalmente una palabra salió de sus labios.

— ¿Mamá?

Aitana sintió las lágrimas pujando por salir, pero tragó en seco y se contuvo, alargó los brazos con urgencia y el pequeño se acurrucó en ellos.

— Vamos, mi amor. —le susurró en el oído, levantándolo contra su pecho.

Lo abrazó con fuerza, mandó guardar algunas de sus ropas por si la estadía en el hospital se alargaba, y salió sin permitir que alguien más cargara a Stefano. Afuera una camioneta blanca los esperaba con el motor ronroneando. Aitana se acomodó en el asiento trasero con el pequeño sobre su regazo y el chofer, un hombre que debía rondar los cincuenta años, se volvió para interrogarla con actitud severa.

— ¿Al hospital del señor?

No había que ser demasiado inteligente para saber que si a ella la llamaban “señora”, el “señor” debía ser el padre del niño, y no estaba en discusión el hecho de que en ese momento donde mejor podía estar era en el hospital de su padre.

— Sí, al hospital del señor.

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