—Creo que metí la pata, y feo —dijo el hombre al teléfono—, me apresuré por miedo a perderlas también, y ahora no sé qué hacer con dos niñas que no me quieres y que pronto me odiarán, de nuevo, por alejarlas de la mujer que aman como a su madre. ¿Qué debería hacer?
—Revisar la diferencia horaria entre Guadalajara y Londres —gruñó con molestia una joven de cabello oscuro y ojos claros—. Son las cuatro de la mañana y estaba durmiendo, Benjamín.
—Es que no tengo con quién hablar, y no creo poder dormir sin una respuesta medianamente aceptable —dijo el joven, sonriendo por el gruñido que recibió en respuesta—. Sabes que mi madre no se interesará en esto, y a mi padre no le hablo, mi hermano mayor está muerto y mi única amiga de verdad está en Londres.
—Lamento lo de tu hermano —declaró Enriqueta, una mujer de treinta y dos años que había crecido junto a ese joven que la llamaba su mejor amiga, y a quien ella consideraba más bien un hermano menor muy molesto—, pero no me importa si duermes