El coche avanzaba por la carretera con una música suave de fondo y un agradable aroma flotaba en el aire.
—No hay transporte público cerca del centro de tratamiento. Si necesitas salir y estoy por allí, dime y te llevo. Si no estoy… —Cristóbal echó una rápida mirada a Gabriela—. ¿Tienes licencia de conducir?
Gabriela negó con la cabeza. Cristóbal era ahora su médico, y ella pensó que sería bueno compartir algunas de sus ansiedades:
“Cuando tenía dieciocho años intenté aprender, pero no sé por qué me aterroriza sentarme al volante. No pude superarlo y dejé de intentarlo.”
Su prometido, Emiliano, era todo lo contrario. Había aprobado todos sus exámenes de conducir con la máxima calificación, y siempre le decía que no necesitaba una licencia, que él siempre estaría a su lado y la llevaría a donde quisiera.
Cristóbal asintió con comprensión y luego sonrió:
—Entonces parece que seré tu chofer exclusivo.
Gabriela sonrió y escribió en su teléfono: [Te invitaré a comer.]
Después de un trayecto