La brisa fresca, de una tarde nublada y ventosa, le acaricia el rostro con delicadeza y juguetea con las hebras onduladas de su cabellera negra. Las lágrimas le resbalan por las mejillas, al recordar que a su difunto esposo le encantaba acariciarle el cabello.
«No puedo creer que estés muerto», piensa melancólica.
Se siente bien poder contar con un momento a solas, en el que puede dejar fluir su tristeza y no tener que disimular su dolor. Es lo que le ha tocado hacer en esos dos meses, sonreír delante de los demás y ser fuerte para lidiar con la casa, los invitados que no dejan de llegar y darle apoyo a sus dos hijos. Porque sí, considera a Gael como a un hijo más.
Por lo menos cuenta con esa satisfacción y alivio, de ver a sus amados niños felices y juntos, al fin.
Ella esboza un suspiro, se limpia las lágrimas y se encamina de vuelta a la casa.
Una vez en la sala, le sonríe a Gael y a Gia, quienes se encuentran acurrucados en el sofá. Esos dos nunca tienen suficiente del otro, por l