La lluvia no cesó en toda la noche. Gabriel no pegó un ojo, caminaba de un lado a otro en la sala, con las fotos sobre la mesa como prueba irrefutable de que Alexandre estaba dispuesto a todo. El zumbido constante de su celular lo mantenía alerta; mensajes sin remitente, llamadas perdidas, números ocultos. La guerra psicológica había comenzado.
Al amanecer, tomó una decisión. Se vistió de manera sobria, guardó las fotografías en un portafolio y salió de casa sin dar demasiadas explicaciones.
—¿A dónde vas? —preguntó Valeria, preocupada, todavía envuelta en una manta.
—A buscar respuestas —respondió él, sin añadir nada más.
Ella quiso detenerlo, pero el brillo en sus ojos le dijo que era inútil. Gabriel ya había elegido pelear.
El edificio donde Alexandre tenía su oficina era un monstruo de vidrio y acero que reflejaba la ciudad gris bajo la tormenta. Gabriel cruzó el vestíbulo con paso firme. No pidió cita ni esperó autorización; simplemente se presentó, con el portafolio en la mano, e