La mañana siguiente amaneció gris, con un cielo encapotado que parecía presagiar tormenta. Valeria se levantó con el cuerpo pesado, como si la amenaza invisible que los rodeaba se hubiera colado en sus huesos. Encontró a Gabriel en la sala, ya vestido, revisando unos planos sobre la mesa. Su expresión era seria, concentrada, pero había algo en la rigidez de su mandíbula que le recordó al gesto que tenía anoche cuando leyó aquel mensaje.
—¿No dormiste? —preguntó ella, frotándose los ojos.
Gabriel levantó la mirada, y en seguida trató de suavizar el gesto.
—Un poco. Tenía que adelantar trabajo.
Valeria no lo creyó del todo, pero no insistió. Sabía que si lo hacía, terminaría enfrentándose con un muro. Gabriel era protector, sí, pero también sabía guardar secretos cuando se trataba de protegerla. Y ella, agotada, no tenía fuerzas para presionar.
La rutina parecía normal: un desayuno rápido, un beso distraído en la mejilla antes de que él saliera a la oficina. Pero apenas cerró la puerta