El coche avanzaba con una velocidad constante, devorando la noche. Las luces de la ciudad se iban desdibujando en el cristal empañado por el llanto contenido de Valeria. Alexandre permanecía demasiado cerca, su presencia ocupando cada rincón del asiento trasero. Su respiración le rozaba la sien, pesada, invasiva, como un recordatorio de la cárcel invisible en la que se encontraba atrapada.
Valeria apretaba los puños, buscando valor en algún rincón de sí misma. Quería gritar, golpear, abrir la puerta y lanzarse a la carretera, aunque eso significara arriesgar la vida de ambos. Pero el instinto de proteger a su hijo era más fuerte, más cruel. Sabía que cualquier movimiento imprudente solo empeoraría la situación.
—Mírame, Valeria —ordenó Alexandre con esa voz grave que se le incrustaba en los huesos.
Ella giró el rostro con lentitud, el corazón latiéndole a un ritmo frenético. Sus ojos se encontraron con los de él, y la oscuridad que brillaba en aquella mirada le arrancó un escalofrío.