La mañana siguiente amaneció distinta. Valeria se despertó con el murmullo suave de la cafetera. Se levantó despacio y, al asomarse a la cocina, lo encontró allí: Gabriel, con el cabello despeinado, camisa medio abierta y una sonrisa tranquila, preparando el desayuno como si fuera lo más natural del mundo.
—Buenos días —dijo él, levantando la vista.
Valeria parpadeó, desconcertada.
—¿Te levantaste tan temprano solo para hacer café?
—Y pan tostado, y huevos —respondió él con aire solemne, como si fuera un gran logro—. Hoy no te dejo salir sin comer bien.
Ella soltó una risa pequeña, la primera risa