La tarde se fue apagando entre nubes grises. En el pequeño departamento, Valeria aún tenía los brazos rodeando a Gabriel, como si el calor de su cuerpo fuera lo único capaz de mantenerla a salvo. Pero por dentro, su mente era un torbellino: miedo, recuerdos, dudas.
Gabriel, paciente, acariciaba su espalda en silencio. No quería apresurarla. Sabía que Valeria no era una mujer que pidiera ayuda fácilmente, y que ese gesto de aferrarse a él significaba mucho más de lo que parecía.
Finalmente, ella se separó un poco, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—No puedo… no quiero que pases por esto, Gabriel —murmuró, con la voz quebrada—. Alexandre es peligroso. No es como la gente común. Tiene dinero, poder… contactos. Puede destruirte.
Gabriel la miró fijamente, con la mandíbula apretada.
—¿Y qué? —respondió, con una calma feroz—. ¿Crees que voy a retroceder solo porque ese hombre se cree invencible? Valeria, yo ya tomé mi decisión. Estoy contigo. Y si él quiere guerra, la va a ten