Valeria salió a la calle sin mirar atrás. La noche la recibió con un viento helado que le cortó la respiración, pero no se detuvo. Caminó sin rumbo, con las lágrimas mezclándose con la lluvia fina que empezaba a caer. Cada paso era un intento de escapar de las voces, de los recuerdos, del peso de dos hombres que habían marcado su vida de formas tan opuestas como dolorosas.
El sonido de un motor la hizo girar. Era el auto de Gabriel, que se detuvo a unos metros. Bajó del vehículo empapado, sin paraguas, sin miedo.
—Valeria, espera —dijo con voz ronca, acercándose despacio—. No quiero que te vayas sola.
Ella negó, dando un paso atrás.
—Necesito estar sola, Gabriel. No puedo seguir huyendo de un hombre solo para refugiarme en otro.
—No estoy pidiéndote que te refugies en mí —replicó él, dolido—. Solo quiero que no vuelvas a pasar por esto sin alguien que te respalde.
Valeria apretó los labios, mirando al suelo. Las gotas caían de su cabello y resbalaban por su rostro como si intentaran b