El sonido de los pasos de Alexandre descendiendo por la escalera retumbó en el silencio como un eco de amenaza. Valeria se quedó helada, sin saber si esconderse o enfrentar lo inevitable. Gabriel, en cambio, permaneció sentado frente al piano, pero sus manos ya no tocaban; solo observaba, sereno, con una tensión contenida en los hombros.
La figura de Alexandre apareció en el marco del pasillo, impecable como siempre: traje oscuro, mirada afilada, presencia que lo llenaba todo. Su voz rompió el aire con un tono tan frío que hizo que el pecho de Valeria se encogiera.
—Qué escena más interesante —dijo despacio—. No sabía que las noches en mi casa ahora incluían conciertos privados.
Gabriel lo miró, sin apartarse del piano.
—La música calma los demonios, ¿no crees?
Alexandre sonrió con ironía.
—Solo si uno tiene alma para que los demonios se calmen. Tú, en cambio, prefieres alimentarlos.
El ambiente se volvió denso. Valeria se dio cuenta de que había algo más entre ellos, una historia que