Valeria no pudo dormir el resto de la noche. Cada ruido, cada sombra proyectada por la luz de los autos que pasaban, la hacía sobresaltarse. Se levantó varias veces, fue hasta la ventana y corrió las cortinas solo para comprobar que no había nadie allí. Pero su corazón no le creía a sus ojos. Sentía que alguien la observaba.
Cuando por fin amaneció, Gabriel la encontró sentada en el sofá, con el celular entre las manos y los ojos hinchados.
—Valeria… —se acercó con cautela—, ¿dormiste algo?
Ella negó en silencio y le extendió el teléfono. Gabriel tomó el aparato y, al ver la foto, frunció el ceño con rabia contenida.
—¿Quién te envió esto?
—No lo sé. Llegó anoche. Pero… —su voz se quebró— esa foto fue tomada aquí, Gabriel. Desde afuera.
Él miró hacia el balcón.
—Maldición. —Fue hacia la puerta de vidrio y la abrió de golpe, saliendo a la terraza. Observó los edificios de enfrente, los techos, las esquinas. Había demasiados lugares desde donde alguien podía haber tomado la fotografía.