Valeria despertó sobresaltada. Había tenido un sueño tan real que por un momento creyó escuchar una voz dentro del cuarto.
El reloj marcaba las tres de la madrugada. Gabriel dormía a su lado, respirando con calma, ajeno a la inquietud que la mantenía alerta. Se sentó en la cama, frotándose los brazos, intentando convencerse de que era solo su imaginación.
Pero el presentimiento era demasiado fuerte.
Se levantó y caminó descalza por el apartamento, en silencio. Pasó por la sala, por la cocina, y algo llamó su atención: una pequeña luz roja, casi imperceptible, parpadeaba en una esquina del marco de la ventana.
Se acercó lentamente. Su corazón se aceleró cuando vio el diminuto punto de metal, pegado entre las molduras de la madera. Era tan pequeño que cualquiera podría haberlo confundido con una mota de polvo… pero no ella.
—No… —susurró, llevándose una mano a la boca—. No puede ser.
Sintió el impulso de arrancarlo, pero algo en su interior la detuvo. Volvió al cuarto, sacudió el hombro