El aire de la ciudad me golpeó como un puñetazo. Después de semanas en la granja, el ruido, el olor a asfalto y el ritmo frenético de Caracas eran abrumadores. Ya no era el mismo Leonardo Santini que se había estrellado en esa carretera rural. La amnesia me había despojado de mi arrogancia, de mi visión limitada del mundo. Benjamín y Elara me habían enseñado la sencillez, la resiliencia y el valor de las cosas pequeñas. Ahora, el lujo de mi vida anterior me parecía vacío.

Pero la Corporación Santini era mi responsabilidad, mi legado. Y la extorsión que la estaba desangrando, la misma que casi destruye la vida de Benjamín y Elara, me quemaba por dentro. Sabía que no podía aparecer de golpe. Quien me quería fuera de juego seguía ahí, en las sombras.

Mi primer paso fue discreto. Necesitaba información, no una entrada triunfal. Me alojé en un pequeño hotel lejos de las zonas de lujo, usando un nombre falso y pagando en efectivo. Desde allí, empecé a mover mis hilos, contactando a viejos c