—Yo soy Leonardo Santini... y te ordeno que dejes todo como está, fue más ruidoso que cualquier grito. El hombre del traje, el cobrador, se quedó pálido. Sus ojos, antes llenos de burla, ahora mostraban una mezcla de sorpresa y miedo. Sus secuaces, que habían estado sacando las cosas de Benjamín, se detuvieron en seco, con los objetos a medio cargar.

Miré a Benjamín y Elara. Sus rostros eran un poema de asombro. Elara, que había estado sollozando, me miraba con la boca abierta, sus ojos fijos en mí como si viera un fantasma. Benjamín, por su parte, tenía una expresión de incredulidad, pero también de una incipiente esperanza. La verdad había salido de mi boca, y el impacto era innegable.

El cobrador, recuperándose un poco, intentó disimular su nerviosismo. —Esto… Esto es una broma. ¿Leonardo Santini? El señor Santini está desaparecido, probablemente…

—¿Probablemente qué? —lo interrumpí, mi voz ahora fría y cortante, con la autoridad que había olvidado que poseía. Di un paso hacia él,