—Señorita Fierro, debemos aceptar la realidad —la voz del detective Vargas, grave y resignada, rompió el silencio de la sala de reuniones. Los mapas, salpicados de marcas y rutas revisadas, parecían una burla a sus esfuerzos. —Hemos peinado cada centímetro del bosque. Los equipos están agotados. Han pasado por cada sendero, cada claro, incluso cerca de la cabaña de esos ancianos, Benjamín y Elara. Ni rastro.
Catalina apretó los puños, la bilis de la frustración en su garganta. —¿Y qué? ¿Desapareció en el aire? No es un fantasma, detective. Hay algo más. Me lo dice mi instinto, y mi instinto rara vez se equivoca cuando se trata de algo que se ha roto.
Los otros detectives intercambiaron miradas. La “Señorita Fierro” era una fuerza de la naturaleza, una anomalía en su mundo de lógica procesal. Su terquedad era admirable, pero rayaba en lo irracional.
—Con todo respeto, señorita, somos profesionales. Nuestros métodos son exhaustivos —intervino otro detective, con un tono que denotaba una