La sangre tenía un olor particular cuando se secaba. Áspero. Metálico. A Ishtar le gustaba más el aroma a pan viejo, el que a veces conseguía cuando los camiones de basura pasaban tarde por el mercado. Ese olor significaba que algo era rescatable.
El puño del hombre cayó cerca de su sien, y ella lo esquivó por reflejo. No oía el rugido del público. No necesitaba escucharlo. La vibración en sus pies, los rostros deformados por la euforia, y la luz rota de los focos colgando del techo le decían todo lo que necesitaba saber:
querían sangre. Y ella necesitaba el dinero.Su contrincante era más alto, más fuerte. Pero lento. Ishtar giró sobre sí misma, clavó el codo en sus costillas y lo hizo caer de rodillas. No era elegante, no era bonito. Pero funcionaba.
Él se levantó furioso. Ella sonrió, sabiendo que su mueca era todo lo que necesitaban los que apostaban. Una sonrisa sarcástica, casi provocadora. Eso vendía. Eso les gustaba.Dos golpes más, una llave al cuello y todo terminó. Cayó como un saco de cemento. El público rugió. Ella no lo oyó.
El encargado del combate ilegal le lanzó un fajo de billetes mal doblado. Ella lo atrapó en el aire y salió sin mirar atrás. No por orgullo. Tenía prisa. La adrenalina ya se desvanecía, y en su lugar quedaba el cansancio, el ardor de un golpe mal recibido, el vacío de siempre.
Los niños la esperaban.
Subió las escaleras oxidadas del edificio abandonado donde vivían. El lugar olía a humedad, a pobreza. Pero estaba limpio. Había reglas. Y eran suyas.
En una esquina, uno de los más pequeños jugaba con una lata y cuerdas. Cuando la vio, corrió a abrazarla.
—¡Ganaste de nuevo! ¡Alex lloró cuando te fuiste, pero yo no, ya soy grande! —gritó con entusiasmo, aunque Ishtar solo lo entendía por su expresión y los movimientos de su boca.
Le revolvió el cabello y le dio una de las piezas de pan que había comprado de camino de vuelta.
—Te dije que volvería, ¿no? —murmuró para sí misma, sabiendo que él no la oía, igual que ella a él por lo que en lenguaje de señas se lo repitió.Así era su vida. Pelear, proteger, repetir.
El mayor del grupo, un chico de no más de doce años, se acercó con una bolsa de agua mal sellada y una toalla. Se la entregó en silencio.
—¿Mucho daño esta vez? —preguntó, exagerando las señas. Ella negó con la cabeza. —Estoy bien. Solo un moretón —respondió con movimientos lentos de sus manos con cada seña, y se sentó un momento, solo para recuperar el aliento.Y entonces, esa noche, apareció él.
No hizo ruido. Pero ella lo vio. Un hombre de traje, parado en la entrada del pasillo, como si la suciedad del lugar no le afectara. No encajaba en ese mundo.
Ishtar se tensó. No por miedo. Por costumbre.
Él alzó las manos, despacio, mostrando que no venía armado.—Ishtar —dijo. Ella lo leyó en sus labios.
Frunció el ceño. Nadie sabía su nombre fuera de ese círculo. Nadie la llamaba así desde hacía años.
—No vengo a arrestarte. Vengo a hacerte una oferta.
Ella no se movió. Él sacó un sobre. Dentro, una insignia elegante. Y un papel con un nombre: Valtherium.
—¿Qué es esto?
Respondió ella con señas. El hombre sonrió, despacio. Había algo en su postura que no era amenaza. Parecía respeto.
—Una academia. Un nuevo comienzo. Y una cirugía para devolverte el sonido, además de una vida mejor para ellos, si aceptas.
Ella lo miró largo rato, para su sorpresa el sujeto le entendió y ella a él. Pensó en sus cicatrices, en las noches sin dormir, en la voz de su madre que apenas recordaba. En los niños.
Miró a los pequeños que ahora la rodeaban, curiosos, aferrados a su ropa. Luego al sobre.¿Volver a oír? ¿Empezar de nuevo… realmente, con comida, ropa y un lugar seguro?—Acepto. Pero solo si me dejas volver por ellos.
El hombre asintió mientas su sonrisa se ensanchaba.
—Entonces empaca, chica. Mañana empieza tu nueva vida.
Ella no dijo nada. Solo abrazó a los niños un poco más fuerte esa noche.
Y supo que el silencio no iba a durar para siempre.No sabía lo que era el silencio. Porque para mí, el mundo siempre había sido así.El ruido de la ciudad, de las personas... no eran sonidos, sino vibraciones en mi pecho, temblores en el suelo, movimientos en los labios de la gente que aprendí a leer como si fueran tinta viva. Pero nunca escuché sus voces. Nunca escuché la mía.Y aun así, nunca me había sentido tan sola como al entrar en aquella sala blanca.La luz me quemaba los ojos. El uniforme de hospital olía a frío, a cosas que no entendía. Un doctor se acercó, moviendo los labios despacio para que yo pudiera leerlos:—Todo saldrá bien. Prometido.Asentí. Porque siempre asentía, aunque la promesa sonara vacía.Lo había aceptado por ellos. Mis niños. Mi familia.Así que cerré los ojos… y me hundí en la oscuridad.Cuando desperté, sentí que algo estaba mal. Una presión extraña dentro de mi cabeza, como si todo estuviera demasiado... vivo. Me toqué los oídos, buscando el parche que recordaba antes de dormir, pero ya no estaba. Sol
Hablar era raro.Después de años en silencio, aprender a usar mi voz fue como aprender a respirar bajo el agua. Torpe. Desesperante.La foniatra —una mujer dura, de ojos cansados— me corregía una y otra vez. 'Abre bien la boca', 'no arrastres las palabras', 'no insultes tanto'. Decía que hablaba como carretonera. Y no la culpo. Crecí en la calle, no en un salón de modales y gente hipócrita.Así que, aunque ahora podía hablar, mi voz seguía sonando como quien aprendió a gritar antes de pedir permiso. Y la verdad… no pensaba cambiarlo.Mi voz era mía. Forjada entre callejones, gritos y silencios. No iba a suavizarla para nadie.El transporte negro se detuvo frente a un portón de hierro forjado. Arriba, grabado en letras antiguas y pesadas, un nombre: Valtherium.Me bajé sola, mochila al hombro, sin esperar a que alguien viniera a salvarme. El chofer apenas me dirigió una mirada antes de marcharse. Sin un "adiós". Sin un "suerte". Mejor así.Respiré hondo. El aire olía a piedra
El edificio principal de Valtherium era un monstruo de mármol y acero. Las columnas, altas y pesadas, parecían querer aplastar a quienes no fueran dignos de estar allí.Avancé por los pasillos de piedra, mis pasos resonando en el eco del lugar. No hacía falta girar la cabeza para saber que todos me miraban. Los rumores ya corrían: la nueva. La rara. La callejera.Susurraban... y yo caminaba.Al llegar a un patio amplio, donde los estudiantes entrenaban bajo un sol inclemente, me detuve. El estruendo de los golpes, las órdenes lanzadas al viento, el choque metálico de los medallones... todo me sacudía los sentidos.Me obligué a respirar. A encajar.Y entonces, una voz me alcanzó.No era gritada ni burlona. Era tranquila, educada... casi impropia para un campo de entrenamiento.—Disculpe, señorita —escuché detrás de mí.Me giré, lista para escupir una respuesta áspera.El muchacho que se acercaba no tenía nada de callejero. Era el polo opuesto a todo lo que había conocido.Cabello
Valtherium era como una bestia viva: siempre en movimiento, siempre ruidosa.Después de salir de la asignación de habitaciones, Harold —con su amabilidad de caballero medieval— se despidió con una leve reverencia, dejándome sola en un pasillo tan largo que casi parecía burlarse de mí.Resoplé. Qué hueva.Me acomodé la mochila al hombro y seguí avanzando, tratando de encontrar el dichoso pabellón de novatos, cuando escuché risas.No esas risas forzadas de salón de clases. No. Risas auténticas, de esas que suenan a desastre inminente.Y ahí estaba él.Recargado contra una columna, mochila tirada a sus pies, sonrisa de cabrón encantador dibujada en el rostro, y dos chicas riéndose de cualquier estupidez que acababa de soltar.Cabello rojo intenso, tan vibrante que parecía arder bajo el sol. Ojos verdes, claros como el jade mojado por la lluvia. Su físico era otro tema: fornido, de hombros anchos y musculatura que no intentaba ocultar. Desde el cuello, asomaba un tatuaje tribal oscur
Hoy me siento inusualmente nerviosa.Un poquito, al menos.No es como si fuera a echarme a llorar o temblar como una niñita miedosa en barrio pesado. Pero sí... el estómago me da vueltas como licuadora descompuesta.Hoy es la ceremonia donde entregan los medallones.No soy de emocionarme fácil.Pero esto... esto es diferente.Esto es poder.El salón de ceremonias de Valtherium era tan ridículamente enorme que uno podría perderse ahí dentro y no volver a salir jamás. Las paredes, altas como acantilados, estaban cubiertas de estandartes antiguos bordados con hilos de plata. El aire olía a incienso, piedra vieja... y promesas selladas con sangre.Frente a mí, sobre un pedestal de mármol negro pulido como espejo, reposaba mi destino: un medallón.No era grande, ni dorado, ni ostentoso.Era sencillo. Metálico, de un color oscuro que parecía beberse la luz de las antorchas.Y en su centro... una piedra, como una brasa dormida.El director, imponente como una estatua viva, habló. Su voz rebo
Ignis Lux. Fuego de luz.Sonaba bonito... pero yo sabía que nada bonito sobrevive mucho en un mundo como este.Los instructores nos reunieron en el patio principal. El sol caía como plomo sobre nuestras cabezas, y el aire olía a piedra caliente, sudor y expectativas.Una mujer de trenza apretada se plantó frente a nosotros, con las manos a la espalda y la espalda más recta que una lanza. Su voz cortó el murmullo como un cuchillo:—Ahora que han recibido sus medallones, deben saber qué llevan en el pecho.Un silencio incómodo se extendió entre nosotros. La piedra contra mi piel vibró, como si escuchara.—El Orvium no es solo un mineral. No es simple joyería. Fue descubierto por accidente, en las minas olvidadas de Arkanis, hace más de un siglo. Un material capaz de resonar con las emociones humanas... de amplificarlas, de volverlas armas vivientes. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran hondo—. Se creyó un milagro. Se convirtió en una maldición.Sus ojos nos recorrieron uno
El polvo seguía en el aire como un velo sucio, flotando en las últimas luces del atardecer.Allá abajo, en la arena, Ishtar se mantenía en pie, tambaleante pero firme, mientras su contrincante yacía inconsciente, rodeado de ayudantes que se apresuraban a sacarlo del campo.Su pecho subía y bajaba pesadamente, y en su mirada ardía algo que no era simple satisfacción. Era algo más primitivo. Salvaje.Desde uno de los balcones de piedra, Mike Callahan soltó un silbido agudo, sacudiendo la cabeza con una carcajada.—¡Mierda! ¿Viste eso? La novata no solo tiene fuego bonito para la ceremonia. —Se rascó la nuca, con una sonrisa amplia y burlona—. Es puro veneno con patas. Me cae bien.Harold Weiss, de pie junto a él, observaba la escena en silencio, sus brazos cruzados. No había emoción en su rostro, solo una calma pensativa que resultaba casi incómoda.—No fue solo fuerza bruta —murmuró finalmente—. Su energía oscilaba... como si intentara controlarla sin terminar de entenderla. Pero la ra
La carta llegó antes del amanecer.No tenía sellos. No tenía remitente. Solo mi nombre en tinta negra, escrita con una precisión que me erizó la piel."Ishtar — Misión asignada. Instrucciones a las 07:00 horas en Sala 3 del Ala Este. No llegues tarde."Eso fue todo.Pensé que era una broma al principio. O una prueba más. Pero no lo era.A las 07:00 en punto, la instructora de trenza apretada —la misma que había anunciado nuestros elementos como si recitara sentencias— me esperaba junto a una mesa con un mapa extendido.—Te ganaste esto —dijo, sin mirarme, señalando un punto al sur de la ciudad—. Por tu desempeño durante las pruebas.—¿Una misión? ¿Sola?—Es una exploración. De bajo riesgo. —Levantó la mirada, midiendo mis reacciones—. Pero también es una evaluación.Me quedé en silencio. Lo supe de inmediato. No era una recompensa. Era una manera elegante de decir "vamos a ver si puedes contener lo que llevas dentro sin matar a nadie."La instructora no lo negó.—Tu elemento, el Ignis