VIDAS CRUZADAS
VIDAS CRUZADAS
Por: Marycruz González
PREFACIO

PREFACIO 

DIEGO CERVANTES 

¿De qué va el futuro? ¿De qué va el presente? ¿De qué va todo eso que sigue siendo desconocido para nosotros? Como las estrellas en la noche, como el sol naciente de una mañana, como los colores de un arcoíris que aparece de vez en vez y al frente, un camino que no muestra más de lo que no debe, que no muestra más de lo que no tiene permitido. Un camino que es la vida, un camino que ya fue escrito justamente antes de nuestro nacimiento. Al final, ¿cuál es la realidad? ¿Es la vida de una persona ya escrita desde antes del nacimiento o es la vida la que es dada y es uno mismo quien escribe aquella vida? La realidad es que…Una entre un millón de historias sería aquella que estaba por comenzar. 

De mano en mano, un camino adelante que les espera como toda la vida que adelante estaba a punto de ser escrita, así era de la manera en que caminaba aquel joven padre de la mano de su hija. Una pequeña niña de no más de siete años. La misma de viva sonrisa como lo era aquel hombre que no parecía poder dejar de sonreír mientras estuviera con aquel pedazo de cielo que la vida le había dado solo a él.

—Mira, papá —, señaló la pequeña el cielo azul adelante. —Aquella nube parece un elefante —, continuó diciendo la pequeña mientras comía del helado de fresa que su padre le había comprado.

—Mmm, yo no creo que sea un elefante —, dijo Diego dudando un poco de las palabras de su hija. —Más bien parece un león.

— ¡No es cierto, papá! Míralo bien, no es un león, es un elefante como la película que fuimos a ver la semana pasada.

Diego no pudo evitar sonreír ante las palabras de su pequeña hija. Eso era lo que más quería, eso era lo que más él estaba deseando, que ella nunca olvidara cada uno de los momentos que él le hacía vivir a su hija, la hija que la vida le había dado.

Y si era por eso por lo que él tenía que vivir, por pintar una sonrisa en el rostro de aquella pequeña, lo iba a hacer. No importaba si la vida se le iba de esa manera, él estaba listo a entregarlo todo por nada, al final, esa fue la promesa que le hizo a la mujer que debía de estar viviendo en aquel paraíso al que él no podía ir, al menos no en mil años, no hasta que su hija sanara, no hasta que en sus pequeñas manos pusiera una vida sana, una vida en donde ya nada doliera.

Sin más, sin poder dejar de sonreír, Diego se detuvo solo para terminar de cargar a su hija. Una pequeña risita invadió el momento. Su hija reía entre sus brazos.

— ¿Ya lo ves bien? ¿Ves que no es un elefante? —Preguntó Diego señalando aquella nube de la que habían estado platicando en todo el camino.

—Es un elefante, mi papá está quedando ciego —, rió la pequeña.

—No más ciego que tú. —Dijo Diego al mismo que le hacía cariños en las mejillas de su hija.

—Papá, cantemos la canción de siempre, ¿quieres?

— ¿La de la mariposa?

La niña asintió. Aquella canción, la misma canción que había sonado una y otra vez durante tres años, la misma que había terminado por encontrar a los hilos rojos del destino de uno y otro. Era una mentira, no todos los hilos rojos que estaban destinados a estar juntos debían de ser del amor de una pareja. Había hilos del destino más fuertes, más necesarios en la vida, más sanos, menos dañinos. Porque el amor entre un hombre y una mujer no siempre lo fue todo. Había un lazo más fuerte, un lazo capaz de morir sin el otro extremo, un lazo que era realmente infinito, un lazo que no se rompía y que era el mismo que nace entre el amor de padre y de hijo.

Diego sonrió. Una mariposa, la magia había comenzado como comenzaba la vida de una mariposa. Una divina mariposa que aleteaba en la flor más bella del campo, una tierna mariposa que no tenía estación para descansar, una tierna mariposa que Diego conservaba, el amor de una mariposa que le había regalado.

—Comienza tú —dijo Diego mientras él comenzaba a taradear la canción que su hija le había hecho aprender para que al final, ella terminara olvidando poco menos de la mitad.     

—Una bella mariposa vivía aquí y vivía allá… Me has dado lo mejor de ti, ahora te daré lo mejor de mí…

Diego no evitó reír mientras seguían adelante. ¿Qué de bueno había hecho él para tener a ese pequeño tesoro entre sus brazos?

Incluso si aquella pequeña no lo sabía, incluso si no estaban hablando el mismo idioma, él daba todo por ella. Él estaba dispuesto a hacerlo todo por ella. Ella iba a vivir una larga vida. Se lo había prometido a la mujer que ya no estaba más pero seguramente, debía de estarlos cuidando desde el cielo.

            —Listo, señora Leticia, la niña se ha quedado dormida ahora, por favor, cuide muy bien de ella, los medicamentos, ya sabe donde se los he dejado. Por favor, cualquier cosa, llámeme, no importa la hora, si no contesto, le pido que insista, a veces las clientes son tan ruidosas que no puedo escuchar mi celular. —Dijo Diego mostrándose una vez más, nervioso por tener que dejar a la pequeña sola, sola, en el mismo lugar donde él no podía estar para ella.

La señora de no más de cuarenta años frente a él sonrió ligeramente. —Por favor, ve tranquilo, no me digas más y ya vete antes de que llegues tarde a tu trabajo.

Diego desvió la mirada. —Ni siquiera sé si es debido de llamarlo trabajo.

—Diego, hay cosas de las que no nos deberíamos de avergonzar cuando se hacen por un bien. Incluso si ante la sociedad eso que haces no está bien visto, ¿qué más da? Ninguno de ellos ha venido hasta aquí a ver cómo estás, cómo está la niña, qué se te ofrece, ¿por qué avergonzarnos de lo que hacemos para sobrevivir en ese mundo tan hostil? —Dijo la señora Leticia acariciando la mejilla de Diego, el mismo que consideraba como un hijo desde el momento en que llegó a vivir a ese lugar.

—Muchas gracias, señora Leticia, por todo lo que hace por mí y por mi pequeña.

—No tienes nada que agradecer y mejor vete ya, antes de que se te haga tarde.

Diego sonrió al mismo tiempo que tomaba su mochila del sillón, misma donde llevaba los trajes que esa noche iba a usar.

—Por favor, no dude en avisarme si algo le pasa a mi pequeña.

—Ya vete, no te preocupes de nada.

Diego bajó la cabeza a manera de despedida. Una noche más esperaba por él. Una noche más donde esperaba sacar el dinero que gastaría en una sola consulta que tuviera con la doctora que ya los conocía y que era la misma que había tratado a la pequeña Fernanda.

La pequeña Fernandita iba a estar bien.

Tan pronto como Diego salió de la pequeña casa que rentaba, su celular sonó. Inmediatamente contestó.

— ¿Qué quieres, Samuel? Ya voy para allá.

—A ti siempre se te hace tarde. Vamos ya que no tenemos todo tu tiempo. ¿Cómo está Fernandita? —Preguntó su amigo.

Diego sonrió sin dejar de caminar a la base de taxis. Era tan tarde que la única manera de moverse a esas horas era tomando un taxi. 

—Bien, bien, hoy estuvo muy bien.

—Ya me lo contarás todo cuando llegues. Rápido que el jefe no tiene tu tiempo.

Y sin más, con una sonrisa en el rostro, agradeciendo que al menos en la vida, no estaba completamente solo, Diego colgó la llamada  justo antes de hacerle la parada a uno de los taxis que pasaban.

No tenía mucho en la vida pero lo poco que tenía, sabía compartirlo, sabía agradecer por ello.

Sábado por la noche. En el Club nocturno ya lo esperaban como cada fin de semana.

ANDREA MURIEL

Sábado por la noche. Nadie salía, ¿a dónde ir cuando no había lugar al que recurrir? ¿A dónde ir cuando no había lugar divertido en el mundo, a donde ir cuando incluso el aroma de la vida era el mismo que en aquel pasado?

Sábado por la noche. Realmente no había lugar a donde ir cuando no había con quien ir.

Con una copa de vino entre las manos, y en la mano izquierda la cabeza recargada, Andrea no podía dejar de pensar en lo que había sido su día, su trabajo, lo que habían sido los últimos cinco minutos, lo que habían sido los últimos años, semanas, meses… Y es que Andrea estaba sumergida en ese mundo en la mente donde pasaba de todo, donde imágenes del pasado regresaban junto con imágenes que nosotros mismos hemos pintado del futuro que queremos.

Era increíble como la vida y todo lo que ella había soñado para ella misma siendo una niña no era más que una locura ahora.

Como toda niña, como toda adolescente, como toda pequeña niña que comienza a formarse como mujer, ella, Andrea Muriel, una de las jóvenes más ricas en el mundo en que se desarrollaba no había evitado soñar con imposibles al pensar que tan rápido como tuviera su carrera realizada, un buen hombre llegaría a su vida para que juntos, formaran la familia que los padres de Andrea no pudieron formar debido a una muerte tan temprana.

Bebiendo un poco más, sonrió. Había algo que no había muerto por completo en su interior a pesar de la traición que habían cometido con ella. Aquel hombre que había sido su novio por más de cinco años y que era el mismo que el abuelo de Andrea había escogido como mejor partido para su nieta después de que lo conociera y se diera cuenta que era un hombre de mucho dinero que solo podía representar el crecimiento de la empresa a la que pertenecía Andrea.

En su mano derecha, el mismo anillo que él le había dado. A su mente llegó ese momento.

Bajo la luz de la luna, en una mesa central en la que nadie pudiera molestarlos, con música clásica como la que ella había estado acostumbrada a escuchar desde siempre, el vestido rojo no dejando ver más de lo que él no debía.

Y en medio, una botella de vino junto con dos copas de vino. El momento que todos estaban esperando había llegado.

—Brindemos, ¿no, Andrea? —Dijo Fermín.

Inmediatamente Andrea supo sonreír. — ¿Brindar por qué?

—Tú solo di que sí. Podemos brindar por muchas cosas, hay tantas cosas porque hacerlo, podemos comenzar hablando de tu belleza, de lo hermosa que luces esta noche y de todo eso que no tiene más palabras para describir lo que más quiero decir ahora.

Andrea sonrió. Ella seguía siendo tan inocente como para pensar que ese amor que su novio de cinco años podía durar para siempre. —Entonces hagámoslo.

 En la copa de Andrea solo vino blanco, en la copa de Fermín, solo mentiras.

—Salud —dijeron los dos al mismo tiempo que se llevaban la copa a los labios sin dejar de mirarse el uno al otro.

Y en el momento menos pensado, los labios rojos de Andrea fueron capaces de saborear algo más, algo de lo que deseaba su vida siempre estuviera llena. Amor.

— ¿Qué significa esto? —Preguntó Andrea realmente sorprendida por aquellos que había encontrado en la copa.  

Con el corazón palpitando a mil por hora, y Fermín dándose cuenta de lo que acababa de ocasionar en ella, acercó la botella de vino haciendo a Andrea mirar la leyenda de la botella.

“¿Te quieres casar conmigo?”

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