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En Santa Rosita había dos formas de sobrevivir. O te ibas de  allí cuando pudieras, o hacías lo que fuera (legal o ilegal) para poder llevarle un poco de comida a tu familia. No en vano, los viajeros evitaban pasar por allí cuando iban en camino a la capital y los camioneros daban grandes rodeos para no pisar esos lares. Era tierra brava; una comunidad  fundada originalmente por aquellos ex convictos y prostitutas a los que el feroz avance de la mancha urbana los había forzado a asentarse en un agreste páramo, lejos de esas “buenas conciencias” que no dudan hacer cara de asco cuando se les acercan aquellos menos favorecidos que ellos. Y a pesar de que había pasado ya casi un siglo desde su fundación, poco había cambiado en Santa Rosita. El poblado seguía siendo refugio de una inmensa fauna de malandrines y marginados sociales por igual, que se acercaban al sitio, atraídos por una ausen

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