Ivette leyó rápido la noticia y dirigiendo la mirada hasta las últimas líneas, terminó perdiendo los estribos que sujetaban su cordura.
—¡M*****a sea! —pronunció con rabia cortando la llamada—. ¿Por qué no te mueres, m*****a mocosa? ¿Qué debo hacer, ir al hospital y acabar con todo lo que empecé? M*****a sea, ¿por qué no me puede salir todo como deseo?
Se levantó echa una furia, arremetió contra el espejo en la habitación. Ricardo escuchó todo el ruido cuando atravesó el umbral de la puerta.
—Te odio…. Te odio —escuchó los vituperios provenientes de su recámara.
—Ivette, ¿qué demonios te sucede? —le dijo tomándola por detrás y aventándola sobre la cama, esperando contenerla antes de que acabara con sus cosas.
—¡Déjame, imbécil! —gritó vuelta una furia, su rostro estaba rojo y en su mirada el brillo depredador y desesperado se podía notar, el respirar acelerado de la joven le indicaba que no se apaciguaría pronto.
—No voy a dejar que destruyas mi casa, solo porque te dieron tus ar