IV La pieza central

El bar de siempre recibió a Alessa con su barra limpia y su fuerte tequila. Rara vez iba allí con amigas, ella tenía otros propósitos y ya casi no le quedaban amigas.

—Nunca lo he hecho en un baño —dijo José.

¿O había dicho Joseph?

—Para todo hay una primera vez, date prisa. —Alessa lo tenía arrinconado contra el inodoro.

Le bajó los pantalones y empezó a jalárselo.

—Huele a orina —se quejó él, arrugando la nariz.

—¿A quién le importa? —Alessa se escupió la mano y siguió frotando, apretando—. Te quiero dentro de mí ahora.

—Lo sé, nena. Yo también te deseo.

Con la otra mano ella liberó uno de sus pechos y se lo ofreció. Él se lamió los labios. Acercó la boca, su aliento cálido causó hormigueos en su pezón endurecido.

—¡Alguien está orinando al lado!—Se alejó antes de probarlo.

Alessa se rindió, el tipo seguía flácido. Tal vez debía ir con la que orinaba.

—¡Espera! Busquemos otro lugar, uno más cómodo. Te invito a mi casa —dijo él, aferrándole el brazo.

—Olvídalo, podrías ser un psicópata.

—Vayamos a la tuya entonces... tú también podrías ser una psicópata...

La casa de Alessa los recibió con su jardín feo, en cuyo rincón empezaba a brotar algo, una hojita verde que podía ser cualquier cosa.

Las luces estaban apagadas, la ventana de la sala entreabierta.

El hombre la llevaba colgada en la cadera.

—Al fondo del pasillo... a la izquierda —indicó ella.

Se quitó la blusa y la lanzó por los aires. El hombre le mordisqueó un pecho y le apretó las nalgas. Estaba más confiado, más caliente y en estado de semi dureza. Tendría que bastarle con eso.

La cortina descorrida le dio la claridad suficiente para dejar caer a Alessa en la cama, bajo él.

—Recuerda que prometiste que me lo ibas a chupar. —Se sacó la camisa.

—Gánatelo.

La boca del hombre le devoró el cuello. Alessa se retorció bajo él, sintiendo su erección contra el vientre. ¡Aleluya!

Cerró los ojos y la imagen del hombre del abrigo apareció contra sus párpados. La nariz también empezó a alucinar. Su aroma llenaba el aire, se lo tragaba. Quería sentirlo dentro, inhalando el perfume por lo menos lo tenía en los pulmones, así que contaba. Quería tocarlo también, lo deseaba entre sus brazos. Acarició a su amante casual, pero en su fantasiosa mente tocaba al de los ojos de cielo.

—Oh, nena. Estás empapada.

Su voz no era como la de él, pero no importaba. Le deslizó las manos por el vientre y sus ojos se desviaron hacia el rincón, entre el clóset y la ventana, donde la oscuridad se volvía más densa.

Empezó a menear la cadera, sin perder detalle de esa oscuridad en que su mente captó una silueta que se recortaba. No lo veía, pero podía sentir esos ojos azules clavados en su sex0.

—¿Qué tanto miras? —José se volvió a ver. La oscuridad del rincón se movió—. ¡La puta que me parió! —gritó.

Se cayó de la cama, enredado en sus pantalones a medio sacar. Desde el suelo chillaba.

Alessa encendió la lámpara del velador, José soltó un grito agudo, como de mujer.

—¡¿Quién es ese hijo de puta?! ¡Cabrón! —José estaba en pánico.

El hombre del abrigo, con expresión imperturbable, estaba de pie en el rincón.

—¿Tú también lo ves? —preguntó Alessa.

—¡Par de enfermos! ¡Aléjense de mí! ¡Auxilio! ¡Auxilio! —Como pudo agarró su ropa y se lanzó por la ventana.

Corrió por la calle, con el trasero al aire.

El hombre del abrigo seguía en el rincón. Si no era una alucinación, entonces sólo quedaba una opción.

Aferró a Alessa cuando ella intentó lanzarse por la ventana también.

—¡Suéltame! ¡¿Me quieres volver loca?! ¡Eras tú todo el tiempo, m4ldito Luka Bosch!

—Claro que era yo. ¿Quién más iba a ser? ¿Una alucinación?

Alessa se dejó caer en la cama, abatida, mareada por el tequila, temblorosa por la excitación interrumpida. Él se sentó a su lado.

Tenía ella la cabeza hecha una ensalada. Y la atrayente presencia del hombre no ayudaba a aclarar sus ideas.

—¿De dónde sacaste mis bragas?

—Las encontré por ahí.

—Ese abrigo estaba en mi cama. ¿Cómo te metiste a mi casa?

—Igual que ahora. Tus ventanas abiertas son una invitación.

Alessa se aferró la cabeza. No gozaba ella de la claridad mental de Luka, para quien nunca algo estuvo tan nítido. Pieza a pieza se había armado el puzzle y cuando las cosas encajaban sentía un placer difícil de explicar.

—¿Quieres que me vaya?

Qué pregunta tan absurda, él había hecho que su ligue huyera en bolas, dejando su trabajo a medio hacer, alguien tenía que hacerse cargo. Como de costumbre, el cuerpo de Alessa habló antes que sus palabras. Le aferró un brazo.

—De verdad me gusta mi trabajo. Amo ser un topo.

—No mezcles las cosas. —Con el índice de siempre empezó a acariciarle el brazo, partiendo desde la muñeca—. No follas en el trabajo y no hablas del trabajo mientras follas.

A Alessa se le secó la boca y se le sacudió el cerebro. Ya no aguantaba más, necesitaba probar esos labios ahora que tenía la certeza de que eran de carne. Quería hartarse de ellos y explotar entre sus brazos.

—¿Qué te hace creer que quiero follar contigo? —preguntó ella.

Podía ser calenturienta, pero tenía dignidad, claro que sí. Y el hombre la había tratado como un juguete durante varios días, hasta casi enloquecerla. Estaba en su casa y ella mandaba.

Los ojos azules de Luka se posaron en sus labios, que se calentaron en anticipación, luego bajaron hasta su pecho. Durante toda la charla Alessa había tenido uno fuera del brasier.

El pezón se le endureció al instante y apuntó a Luka.

—Soy un desastre —dejó salir ella, en un suspiro.

—Eres la pieza central. —La aferró de la nuca y le devoró por fin la boca.

Esos labios dulces y rojos eran demandantes. No halló resistencia para la entrada de su lengua y la saboreó a fondo. Sabía a tequila.

Le besó el mentón, el cuello. Liberó el pecho que seguía oculto y lo torturó con su lengua. Disfrutó de la dureza que hizo surgir y de la piel tersa y palpitante que se erguía hacia él. Al otro no iba ni a tocarlo, ya lo había chupado el desarrapado que se tiró por la ventana.

—Hazlo de una vez, ya estoy lista —rogó ella.

Luka se quitó el abrigo, lo lanzó sobre el sillón bajo la ventana. El reloj lo dejó en el velador. Empezó a desabotonarse la camisa botón por botón, con lentitud enloquecedora.

—¡Ay, por dios! Date prisa.

—Eres muy ansiosa.

¿Acaso corría sangre por las venas de ese hombre? ¿Cómo podía mantener la calma cuando ella lo único que quería era brincarle encima y que le empalara hasta el alma?

Se recostó en la cama. Iba a empezar sin él. Se apretujó los pechos. El que Luka había probado estaba más caliente y duro. Se deslizó las manos por el vientre y comprobó lo húmedas que estaban sus bragas.

Separó las piernas para recibirlo, su entrada palpitaba. Luka le posó las manos sobre las rodillas y las fue deslizando lentamente, acariciándole la cara interna de los muslos. Ambas se detuvieron antes de llegar a sus bragas. El calor que irradiaban la mojaba todavía más, el desespero para que siguieran su camino la haría llorar.

Él se quedó mirándola, con una sonrisa.

—¡Esto es tortura! —se quejó ella.

—¿Has jugado ajedrez?

—¡No!... Como alucinación eras mucho más caliente.

—El gozo de la victoria es breve, pero el camino a ella es lo que realmente le da sentido al juego. —Se inclinó a besarla—. Déjame hacerlo a mi manera.

—S-sí... —jadeó ella y ya no volvió a quejarse.

Luka le jaló las bragas, que dejó a un costado y ya no hubo secreto para esos ojos azules. Volvió a besarla, con lentitud, con la paciencia de un amante tierno e inocente.

Aburrido.

Sus dedos, como brasas ardientes, jugueteaban en su vulva, mientras la presionaba con la palma. Le apartó los pliegues. Primero entró uno, luego otro y la tocaron de manera nada tierna ni inocente. Eran invasivos, eran rudos. Salieron y volvieron a entrar de golpe.

Alessa gritó. La espalda se le contrajo. Los dedos siguieron penetrándola de manera frenética, la incendiaban por dentro. Iba a deshacerse, a romperse. Se sumó otro dedo.

—¡Joder!

Esos dedos iban a matarla y sus gemidos eran absorbidos por la boca de Luka, que seguía besándola dulcemente.

—Vamos, córrete para mí.

Alessa se contrajo, pataleó y oyó el líquido fluir con potencia y salpicarle las piernas y el vientre. Ni hablar del brazo de Luka. La había estrujado como a una naranja.

—¡Ay, Dios!... Estuvo tan bueno, tan explosivo —decía ella, respirando agitadamente, acariciándole los cabellos, perdida en esos ojos, que se habían vuelto más oscuros, más hipnóticos.

—Todavía no llegamos ni al jaque. Date la vuelta, te quiero boca abajo.

Así lo hizo Alessa, ansiosa. Empujó las nalgas en su dirección cuando se le subió encima y lo que anhelaba no tardó en llegar. La dureza de Luka se abrió paso en su lubricado coñ0 y lo invadió con firmeza, con la potencia de un experimentado semental, que manejaba su miembro como la más mortífera arma.

Y ella perdía la guerra, aferrada a las sábanas, clamando por alivio, por que el fuego se extinguiera y por otro orgasmo con ese hombre salido de sus más calientes fantasías. Era literalmente un sueño hecho realidad.

Alessa mordió las sábanas para ahogar sus gritos y que los vecinos no llamaran a la policía.

—Jaque —le susurró Luka al oído y un golpe de electricidad la sacudió.

Se dejó ir y las sábanas se humedecieron bajo ella luego de una oleada de espasmos incontrolables.

No viviría para llegar al jaque mate.

Luka le masajeó los hombros, la espalda, las nalgas. Volvió a invadirla con sus inquietos dedos y estimuló su carne caliente y sensible, sin clemencia. Alessa no tuvo un orgasmo, convulsionó y pronto se quedó dormida.

Despertó por la mañana, acostada sobre una toalla. En la cocina se encontró con Luka. Ahora, con la cabeza fría y su racionalidad en el sitio que usurpaba la lujuria, deseaba que todo hubiera sido un sueño sucio.

Ahora era cuando venían la culpa, el pesar, las recriminaciones, el arrepentimiento.

—Nos vemos en el trabajo, no llegues tarde —le dijo él.

—Sí, señor.

Quería preguntarle qué le haría si llegaba tarde, pero no era apropiado. Lo importante era saber en qué quedaría su situación de ahora en adelante.

—Por cierto, Alessa, si te calientas durante tu jornada laboral tengo un baño en mi oficina.

La puerta se cerró tras él y Alessa se aferró del mesón, con las piernas temblorosas y un hambre urgente, pero no de desayuno. Tal vez estaba metiéndose en un lío monstruoso del que no saldría nada bueno; tal vez por fin había encontrado la cura a todos sus problemas. 

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