Gael miró al hombre que yacía en el suelo arrodillado frente a él.
Tenía las manos y las piernas atadas y suplicaba por su vida en un gasto de energía innecesario porque no habría piedad para él.
—¿Pensabas que podías robarme a mí? —preguntó en un tono burlón y aprovechó para patearle de nuevo las costillas.
El hombre se arqueó hacia el frente por el dolor y un fino hilo de sangre decoró la comisura de los labios.
—No, je-jefe, le ju-juro que no. Ha sido un error, yo nunca podría robarle y menos traicionarlo —tartamudeó el hombre y comenzó a llorar como una niña asustada.
Si algo le molestaba a Gael, además de los traidores, era esa gente que se atrevía a intentar socavar su autoridad y no reconocía lo que había hecho.
—Qué pocos huevos tienes, pendejo. Además de traidor, puto —gruñó y volvió a golpearlo—. De nada te servirán tus súplicas y menos que me mientas. Si me hubieras dicho la verdad desde el comienzo te daría una muerte rápida, pero ahora…
Gael sujetó con fuerza la pistola d