2. No tienes lugar en esta empresa

La humillación de la noche anterior sigue ardiendo en mi mente como una herida abierta. Ese hombre, cuyo nombre ignoro, me ha dejado marcada con su desprecio. Me siento vulnerable, expuesta, pero tengo que recordar por qué he tomado esta decisión. Mi madre está enferma, sufre de un cáncer avanzado, y las facturas médicas se han vuelto una carga que apenas puedo soportar.

Fue esa necesidad desesperada la que me llevó a buscar un segundo empleo en el club nocturno, donde Amapola se adueña de mí, dejando atrás a Emily. Amapola, el nombre que he elegido, tiene un significado especial. Era el nombre de las flores favoritas de mi padre, las mismas que adornaron su funeral. Amapolas rojas, con su fragancia embriagadora y su belleza efímera. Amapolas, como las que solía traer a casa para alegrar a mi madre. Es una forma de honrar su memoria mientras luchaba por salvar la vida de mi madre.

Con la mente hecha un lío y el corazón adolorido por todos los problemas, llego a la empresa tratando de disimular la mezcla de nervios y expectación que siento. Sé que el nuevo CEO está por llegar, directamente de Grecia, de donde es originaria la empresa, y la curiosidad me carcome. Mi jefe apenas me mira cuando entro, perdido en sus asuntos. Las conversaciones y risas de mis compañeros llenan el aire mientras camino hacia mi estación de trabajo.

Aquí soy una mujer completamente distinta a Amapola; la seguridad y la confianza se quedan confinadas detrás del antifaz y la peluca que uso cada noche desde hace una semana. En estas cuatro paredes no soy más que la chica del archivo, esa que viste ropa vieja de segunda mano y tiene grandes lentes de montura mientras se pasa el día tragando libros. Sin embargo, ambas personalidades, tanto Amapola como Emily, son parte de mí, de quien soy.

Mi día comienza con la misma rutina de siempre: archivar documentos, organizar papeles y ocuparme de las tareas administrativas. No es el trabajo de mis sueños, pero es lo que necesito para mantener a mi madre.

Sin embargo, la normalidad del día se rompe cuando mi jefe me llama a su oficina. Con voz fría, me encomienda la tarea de buscar ciertos documentos y llevarlos a la oficina de presidencia.

—El nuevo jefe ha llegado, el señor Alexandos Kostas —me dice—.Más te vale no arruinarlo. Lo único que debes hacer es buscar los documentos y dejarlos en manos de la secretaria; ni siquiera tendrás que verlo. ¿Entendido?

Acepto la tarea sin rechistar, consciente de que debo cumplir con mis deberes. Pero mientras reviso los archivos para asegurarme de que sean los correctos, me doy cuenta de que las cifras de cada año parecen... extrañas. Desde pequeña he tenido facilidad para los números, se me dan tan bien como bailar. Incluso los maestros llegaron a decirle a mi madre que debería meterme en una escuela para niños superdotados, pero ellos no contaban con los recursos ni las conexiones para hacerlo.

Uno a uno miro los archivos, y cuanto más veo, más convencida estoy de que las finanzas están mal. Si presento estos archivos al nuevo CEO tal como están, el resultado no será nada bueno.

Tomando un respiro profundo, decido volver a la oficina de mi jefa. Toqué la puerta dos veces, y su voz desde el interior me deja entrar. Cuando sus ojos me ven con la enorme pila de papeles en brazos, frunce el ceño de inmediato.

—¿Qué demonios se supone que estás haciendo? —dice con creciente disgusto—. ¡Eres una estúpida! Te dije que los documentos eran para presidencia, no para mí.

En ese momento, titubeo por un momento, tratando de encontrar las palabras adecuadas para explicar lo que he descubierto.

—Lo sé, señorita Enriquez, pero al ver los documentos me di cuenta de que las cuentas no cuadran —digo finalmente, con la voz temblorosa—. Falta dinero.

La mujer me mira como si me hubiera crecido una segunda cabeza. Su expresión cambia de sorpresa a molestia en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Eres una experta en finanzas ahora? ¿Tienes un título en economía del que no me he enterado? —pregunta con sarcasmo, su tono lleno de desprecio.

—No, pero es que yo...

—¡TÚ NADA! Ve a hacer lo que te he pedido antes de que te ponga de patitas en la calle. AHORA.

Mordiéndome la lengua, salgo de allí y subo los escalones que conducen a la oficina de presidencia. La fila del ascensor público es demasiado larga para esperar. Mi idea es dejar las carpetas y largarme, después de todo, las finanzas no son mi asunto y no debería ser mi responsabilidad.

Pero cuando llego al piso, me encuentro con el cubículo de la secretaria vacío. Intento buscarla en los alrededores, pero no hay ni rastro de la mujer.

Por un instante, pienso en sentarme y esperarla, pero descarto la idea de inmediato, recordando la urgencia con que mi jefa me encargó la tarea. Así que, dejando salir un suspiro, avanzo hacia la puerta y doy dos toques pequeños antes de decir:

—Señor Kostas.— mientras sostengo una  enorme pila de papeles en brazos, esperando encontrar a la secretaria y no tener que entrar.

Sin embargo, una voz gruesa y autoritaria, con un marcado acento extranjero, me habla desde adentro.

—Adelante.

Escucho esa voz y, por un instante, me quedo paralizada. No sé si es la impresión o si la culpa de llevar esa pila de documentos que me impide ver más allá de mis pies. Pero al empujar la puerta me tropiezo con mis propios pies ocasionando que todos, absolutamente todos los papeles caigan al suelo.

Sin embargo, lo único que puedo procesar en mi mente es esa voz gruesa y autoritaria, misma voz que no se demora en volvr a hablarme, consiguiendo que mi cuerpo se paralice.

—¿¡ES QUE ACASO ERES INEPTA!? —Su grito finalmente consigue que levante mi mirada, y por poco termino tirada junto a la pila de papeles debido a la impresión, ya que me encuentro cara a cara con el hombre que estuvo en el club nocturno la noche anterior.

Dios mio que tanta mala suerte puedo tener para que el hombre al que haya insultado termine siendo el dueño de la compañia en que trabajo.

Afortunadamente, esta vez no llevo mi antifaz ni mi peluca. Estoy segura de que no me reconocería así. Sin embargo, estoy congelada ante su mirada intensa, en sus ojos oscuros que parecen penetrar mi alma. La sorpresa y el asombro se mezclan en mi mente, pero gracias a mi disfraz, ahora mismo sigo siendo una desconocida para él.

Puedo ver cómo toda la expresión del hombre se ensombrece, y desesperado por mi falta de reacción, me mira con fastidio.

—¿Acaso eres sorda? ¿Qué esperas para recoger este desastre? —Sus palabras resuenan en mi cabeza como un latigazo, y me sacan del trance en el que estoy.

Con rapidez, me agacho y trato de recoger los documentos esparcidos. Rezo en silencio para que él no me reconozca, ya que eso significaría el fin para mí. Lo perdería todo, la poca estabilidad que tengo y mi madre podría morir debido a eso.

No puedo permitirlo, por nada del mundo.

—Lo siento —consigo balbucear, sintiendo cómo el rubor sube a mis mejillas—. No volverá a suceder, señor.

El CEO me mira desde arriba con una mezcla de exasperación y desdén, y yo apenas logro levantarme y acomodar los papeles. Fue entonces cuando confirmé que no tenía ni idea de quién era. Para él, no soy más que una chica más.

—Las disculpas no mantienen una empresa en funcionamiento —declara el hombre con firmeza. Su voz hace que todo mi ser tiemble. Aquí, bajo la luz del día, parece mucho más apuesto. Con su metro noventa, cabello oscuro y semilargo, barba sombreada y, sobre todo, esos ojos oscuros y penetrantes. Sin embargo, sigue siendo un imbécil. —No sé cómo eran las cosas antes, pero aquí y ahora, la eficiencia es la clave. Si no puedes ser eficiente, no tienes lugar en esta empresa.

Trago en seco sin poder evitarlo y asiento, incapaz de articular una respuesta adecuada. Con una última mirada de fastidio, el CEO gruñe que me largue, y no tengo que pedirlo dos veces. Salgo de su oficina casi corriendo.

De vuelta en mi puesto de trabajo, la realidad de la situación comienza a sobrepasarme. No puedo creer que mi mala suerte haya sido tan grande. Para desviar mis pensamientos del intimidante hombre, decido revisar nuevamente la información de finanzas, esperando encontrar pruebas de lo que había afirmado. Efectivamente, ahí están.

—¡Lo sabía! Las cuentas están erradas.

—¿De qué cuentas estás hablando? —La m*****a voz gruesa por poco me hace caer del susto, y al girar, me encuentro cara a cara con el CEO.Mi corazón late con mucha fuerza mientras me doy cuenta de que mi vida y mi trabajo están a punto de dar un giro inesperado.

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