ROMAN.
El sol ardiente castigaba la ciudad mientras reunía a los hombres en el viejo almacén que había convertido en mi base de operaciones temporal. La tensión en el aire era palpable, y mi impaciencia crecía con cada segundo que pasaba.
— ¡Maldita sea, vamos, muevan esos traseros! — grité, golpeando con fuerza una mesa cercana —. No tenemos tiempo que perder.
Los hombres se apresuraron a tomar sus posiciones, conscientes de la urgencia de la situación. A mi lado, Vladimir me miraba con determinación, aunque podía ver el brillo de la preocupación en sus ojos. No era un hombre de muchas palabras, y tampoco quería estar aquí, pero estaba claro que teníamos algo en común en esta guerra. Ambos estábamos siendo perjudicados y tenían a una persona nuestra, la amiga de mi mujer quien al parecer era su mujer.
— Roman, ¿qué está pasando exactamente? — preguntó Vladimir, su tono tranquilo contrastando con mi explosiva impaciencia —. No has parado de mirarte desde que salimos del hospital.
— La