Adrien.
Tenía tantas cosas que quería decirle a Camelia. Palabras atoradas en mi garganta, sílabas que alguna vez soñé con pronunciar. Pero al final… le hablé en el idioma más antiguo de todos: El amor.
La tenía de nuevo entre mis brazos. Y no permitiría que el mundo volviera a arrebatármela.
Sentí terror, incluso el alma se me paralizó cuando la vi caminar distraída, ajena al caos de la ciudad y por poco… un automóvil a toda velocidad pudo escribir su final. No podía culparla, con ese calor asfixiante y los meses de encierro. La ansiedad social debía haberla perseguido entre sus propios pensamientos.
La vergüenza me paralizaba. El temor de lastimarla con mi llegada me mantenía a raya. Yo no era un psicópata y no quería controlarla. Solo cuidarla y protegerla. Amarla libre y brillante como era ella, sin irrumpir.
Todo estaba planeado para observarla desde lejos, incluso con una cámara en la consulta, necesitaba verla sin invadir su espacio. Al principio… me sentí sucio. Invasivo, como