Capítulo 3. El divorcio.

Los dedos de Claudia temblaron ligeramente al soltar la manta blanca y estéril que había sido su mortaja durante demasiados días en el frío y antiséptico abrazo del hospital.

El olor estéril seguía pegado a ella, un cruel recordatorio de vulnerabilidad, pero la determinación de sus ojos contaba una historia diferente, una historia de renacimiento.

Consiguió un vestido que se colocó como si fuera una armadura, un traje a la medida que la abrazaba en todos los lugares adecuados, no solo para impresionar, sino para recuperar su sentido de sí misma.

Había llamado a su marido y le pidió que se vieran en el despacho del abogado, por eso cuando caminó hasta allá la estaba esperando. La miró con sorpresa.

—¿Estás segura de esto? —le preguntó su marido, con una voz mezcla de preocupación y desdén.

Claudia lo miró con determinación y respondió.

:—Ya he sufrido demasiado en este matrimonio, Javier. Es hora de que ambos sigamos adelante por caminos separados. Así que no voy a echarme para atrás —respondió ella, armándose de valor con una respiración que llenó sus pulmones con la promesa de la libertad.

—Ya verás que te vas a arrepentir toda la vida de esta decisión que estás tomando, y cuando te acerques de nuevo a mí con el rabo entre las piernas, no te aceptaré de nuevo en mi vida.

—Ya veremos —dijo ella con una sonrisa.

El chasquido de sus zapatos de tacón sobre el suelo pulido resonaba como un metrónomo que marcaba los últimos momentos de su matrimonio. Se sentó rígida en la silla de cuero; cada línea de su postura marcaba la determinación que la recorría.

Pasaron al despacho del abogado y apenas se sentaron las palabras, salieron de su boca con seguridad.

—Quiero el divorcio más rápido que pueda tramitar —dijo, y su voz cortó el aire como un cuchillo.

—¿Tienen hijos? —preguntó el abogado y ella negó con la cabeza, sin ocultar la expresión de tristeza por el hijo que había perdido—. ¿Tienen más de tres meses de casados?

—Más de tres años —respondió.

—Entonces, con el divorcio notarial será suficiente —dijo el abogado, ajustándose las gafas —. Si ambos están de acuerdo, claro.

—Estamos —le aseguró ella, con una inclinación de cabeza más decidida que nunca.

—Los espero mañana, en la Notaría Garcés Ortiz.

Al día siguiente, en la notaría, Claudia estaba de pie, una visión de dignidad y fuerza. Su reflejo en la puerta de cristal le sonreía, vestida impecablemente, con el pelo cayendo en suaves ondas, un ave fénix resurgiendo de las cenizas de la desesperación.

"Listo para un nuevo comienzo", se susurró a sí misma, como una promesa silenciosa.

Sin embargo, cuando entró al despacho del notario, se quedó atónita al ver a Javier acompañado por una mujer encantadora, que lo abrazaba con cariño.

Claudia no pudo evitar sentir un nudo en el estómago y una oleada de confusión. ¿Quién era esa mujer y por qué estaba allí con Javier? ¿Acaso no sentía vergüenza? ¡Aún eran esposos! Estaban cogidos de la mano, un cuadro íntimo que la arañaba por dentro.

—¿Qué significa esto, Javier? Te cuento que aún sigues siendo mi esposo —expresó, con voz firme, a pesar de la tormenta que se desataba en su interior.

—Fácil querida, porque después de nuestro divorcio, me casaré inmediatamente con ella, una mujer que vale la pena y que me va a dar el hijo que tú me ha negado, por eso me casaré ante notario —anunció él, como si declarara el siguiente movimiento en una partida de ajedrez que creía estar ganando.

Los ojos de la nueva mujer se clavaron en Claudia, brillantes de victoria, con una sonrisa de burla, y, sin embargo, Claudia sintió como una sorprendente calma que se apoderó de ella.

—Continuemos —dijo simplemente, dando la espalda a la pareja y concentrándose en el papeleo que cortaría los lazos que la habían atado a él durante todo ese tiempo.

Con cada trazo del bolígrafo, se desprendía una parte del peso que la había anclado a un matrimonio sin amor. Cuando firmó el último documento, una exhalación silenciosa escapó de sus labios; no fue una alegría, sino un susurro de alivio.

—Al fin libre —pronunció, la palabra, como un talismán contra los años de dolor.

Cuando Claudia se acercó a la puerta, dispuesta a entrar en su nueva vida, esta se abrió y apareció un hombre cuya presencia parecía dominar la habitación, como si fuera el dueño del lugar, sus rasgos severos, pero con un rostro tan hermoso y perfecto que parecía esculpido a mano. Era tan guapo que casi chocaba con la solemnidad de la notaría.

Su mirada recorrió la sala antes de encontrar y retener la de ella. Sus pasos decididos lo llevaron directamente hasta donde ella estaba, sus ojos parpadearon intrigados cuando se posaron en los papeles del divorcio que ella tenía en las manos.

—¿Acabas de divorciarte? —preguntó el hombre con voz de barítono suave que resonó con una calidez inesperada—. ¡Porque yo vine a casarme!

Claudia lo miró, sintiendo cómo las últimas cadenas de su pasado se desintegraban bajo la intensidad de su mirada.

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