Caminamos hacia el estacionamiento y me guía hacia su auto… nada más y nada menos que un Ferrari rojo polarizado, el mismo que vi estacionado en el instituto.
Es un vehículo lujoso y cómodo, jamás había subido a algo tan hermoso y… caro.
No puedo evitar preguntar si es realmente suyo, y ella solo sonríe mientras arranca. Maneja a una velocidad prudente, casi elegante, y enciende la radio.
Suena una canción suave. No reconozco al cantante, pero es un buen tema.
¿Puedo preguntar cuántos años tienes?
¿No te enseñaron que a una mujer no se le pregunta la edad? bromea, sin apartar la vista del camino.
¿Me lo vas a decir o no?
Jajaja... Veinte. Aunque parezco de dieciocho, ¿no crees?
“La verdad, sí pareces de dieciocho... Pero la edad verdadera, esa no te la crees ni tú.”
“¡Qué desconfiada!”
La miro de reojo. Sí, parece de dieciocho. Su piel es suave, su rostro delicado, y cuando sonríe se ve hasta un poco infantil.
Entonces, de pronto, suelta:
“Ciento cuarenta hermosos añitos.”
Pero ya n