6. La familia Torrealba

—Un momento —lo detiene María Teresa—. Yo no me iré con usted.

Luis Ángel se detiene en seco cuando oye esto, y no comprende.

—¿Qué ha dicho?

—Que no iré, señor. Yo misma puedo ir hacia su casa, tan sólo deme su dirección. Puede ser que hicimos un trato pero no significa que confíe en usted.

—¿Acaso no sabe quién soy yo?

María Teresa alza sus cejas con impresión.

—¿No es el dueño de este hospital…?

—Por supuesto que no —responde Luis Ángel con sus ojos llenos de soberbia—. Conozco al director y al doctor que atiende a su hijo, pero no soy el dueño. Mi empresa es Global Exportation y tuvo la suerte de que yo estuviese aquí para atender su problema.

María Teresa frunce su ceño y quiere decir algo, no obstante, se adelanta Luis Ángel.

—Pero como prefiera —suelta con voz arrogante—. No me encargo de usted a partir de ahora. Afuera está mi asistente, Ximena. Pregúntele a ella la dirección. Hoy mismo la quiero a las ocho en la casa. Ni un minuto más, señorita. Con permiso.

Y María Teresa se queda con la palabra en la boca.

Sale del hospital mientras ya amanece, y el sol empieza a dar con el camino de las calles.

María Teresa vuelve a estar a la deriva una vez más. Porque no tiene a nadie en este mundo. Está sola. No tiene padres, no tiene hermanos. No tiene amigos ni contactos. Su vida giraba alrededor de Antonio Gutierrez, y esa vida acaba de terminar.

Pero al enfrentarse a esta inmensa ciudad, la Ciudad de México, no sabe ni siquiera por dónde empezar a caminar. ¿A dónde irá? No tiene nada. Ximena, la asistente de aquel hombre ya le había dado la dirección, aunque con una mirada repleta de hastío y altanería.

Observa un banco cerca de una pequeña plaza. Se sienta y antes de abrir los ojos toma un suspiro.

—Oye, nena. ¿Qué haces ahí sola? Pareces un pollito mojado.

María Teresa se gira al instante. Encontrándose con una sonrisa lánguida en una figura de mujer con minifalda y escote pronunciado en ese top que se fija más arriba del ombligo. Su figura es impresionante, y su piel brillante y su cabello negro hacen que María Teresa se quede anonadada.

—¿Eva?

—La misma. Pero prefirió que me digan Evita —sonríe la mujer en cuanto se acerca—. ¡María Teresa! ¿Qué haces por aquí, eh?

—Eva…—pronunció María Teresa como si estuviera mirando otro milagro—. Eva, Gracias a Dios, jamás imaginé que tú…

—Sólo mírate cómo estás. Pero por favor no me digas, he visto esto incontables veces. Sígueme, antes de que alguien nos vea.

—No, no. Escucha —la toma de la mano. Y con pesar intenta decir—. Necesito ahora mismo ir a mi primer día de trabajo en una casa de un señor bastante importante, y no tengo y no sé cómo llegar.

—¿Señor importante? ¿Cuál es su nombre?

Trata de recordar su nombre.

—Luis Ángel Torrealba.

—¡Válgame Dios! ¿Ese hombre, María Teresa? Pero si dicen que es el mismo demonio. ¿Cómo paraste a trabajar para él?

—Bueno, son muchas cosas. Pero debo ir ahora mismo y ni un peso tengo encima Eva. Te lo ruego, te lo ruego. Te juro que te pagaré, es que no tengo a más nadie en este mundo, ni conozco a nadie en esta ciudad. Encontrarme contigo fue un milagro.

Siente las manos de Eva en sus brazos, quien la aprieta con una pequeña fuerza.

—Me alegra verte, María Teresa. Nunca creí que ibas a volver. Ja, ja. Pero no te preocupes. Por algo estoy aquí. Ten, toma unos cuantos pesos. ¿Sabes la dirección?

María Teresa asiente.

—Está bien —Eva la interrumpe y la observa—. Ahorra los detalles, porque ahora deberás saber que ese hombre, de quien todos hablan en Las Rosas, es un completo canalla. Dios Te Libre, amiga mía.

María Teresa agradece cuando esta nueva mujer, conocida del pasado, la ayuda y la acompaña a la parada de buses.

Observa la dirección y con el poco dinero que le dejó Eva para que se las arreglara, sale hacia aquella dirección, hacia su trabajo. Llega después de preguntar varias veces y sin un sólo centavo ya que se lo gastó por completo. En la entrada el guardia la observa y le pregunta qué está haciendo allí.

María Teresa responde que ha venido por el trabajo.

—¿Por parte de quién? Es imposible —responde el guardia de seguridad.

—Vengo…por parte del señor Luis Ángel Torrealba.

El guardia abre sus ojos y tose al instante con disimulo. La deja pasar y la guía hacia aquella mansión que la empequeñece porque es gigantesca, apenas han llegado a los lugares principales. Pero después, al lado de una piscina, el guardia se detiene.

—Oiga, señorita, quédese ahí y espere. Yo buscaré a mis superiores y les avisaré que usted está aquí.

María Teresa no dice nada pero asiente, tomándose las manos. Piensa en su hijo, ¿Cómo estaría ahora? Mira por el hombro y admira aquel lugar, es precioso. Pero recuerda por qué razón está allí, sólo a trabajar, como había pactado con aquel insensible y cruel hombre, que llegó hacia ella como llega el fuego para hacer cenizas todo a su alrededor.

Ha caminado un poco más sin dejar de mirar aquella fuente, y mientras lo hace, no se percata a donde la llevan sus pasos, porque justo antes de voltearse escucha los susurros de una conversación que se aproxima y al girarse rápidamente, tropieza con el cuerpo que había venido hacia ella, sin darse cuenta que la taza que había traído una mujer se desparrama en nada más y nada menos que un hombre bastante similar a Luis Ángel Torrealba, y quien ha recibido la taza de café, por lo menos fría, sobre su camisa blanca.

La mujer pega un grito al observar aquel accidente y María Teresa no puede hacer otra cosa que abrir sus ojos impresionada.

—¿¡Quién eres tú?! ¡Con un demonio! —y de pronto se escucha el rezongo de aquel hombre—. ¡Imelda! ¿¡Qué significa esto!?

—Señor Patricio —balbucea la mujer, observando a María Teresa de arriba hacia abajo—. Le ruego me perdone pero yo no sé quién es esta mujer.

María Teresa no puede creer esto, debe hacer algo ahora mismo y trata de disculparse, mientras la mujer de la servidumbre la empuja y le exige no tocar al señor Torrealba.

—Déjeme ayudarlo, señor. Fue mi culpa, no lo he visto…

Pero este nuevo señor Torrealba no hace sino revolotear sus manos y señalarla una vez más.

—¡Responde! ¿Qué haces aquí? ¿A qué has venido? ¿Quién eres tú?

—Señor, yo…

—¡Ah! No quiero oír balbuceos y mucho menos de una extraña. Largo, ahora. Eres una desconocida. ¿Te has metido a robar acaso…?

—¡Señor! —Entonces aparece el guardia, jadeando y sudando. María Teresa abre los ojos al verlo—. Esta señorita es la nueva chica, que entra a trabajar hoy, patrón.

—Eso no puede ser. Yo no he ordenado que se busque nuevo personal —exclama el señor Torrealba.

—No fue usted, señor —el guardia baja su sombrero de uniforme y observa temeroso a su patrón—. Señor Patricio, fue su hijo, el señor Luis Ángel.

Patricio Torrealba nunca pudo estar más enojado.

—¿Luis Ángel? —Patricio pregunta, es indiscutible que está enojado—. ¡Pero qué carajos…!

—¿Papá? —se oye preguntar a uno de los que entran dentro de la escena, observando casi sonriendo e impresionado. Tiene una expresión de sorna al ver todo esto—. ¿Qué está pasando aquí?

—No tengo tiempo para responder. Llama a tu hermano —exige Patricio Torrealba.

—No, Luis Ángel no está. Debe estar con Juan Miguel.

—No me interesa —Patricio le lanza la manta a la mujer de la servidumbre—. No te estoy preguntando. ¡Y tú! —señalo a María Teresa—. ¡No quiero volver a verte por aquí! Largo ahora mismo de mi propiedad, no eres bienvenida. ¡Largo!

—Pero señor le juro que yo no lo vi, y no vi a la señora. Bendito Dios, déjeme ayudarlo. Le lavaré la camisa —trata de explicarse María Teresa ante este gran escenario impertinente.

—Imelda, haz que echen a esta mujer de aquí. No puedo creer que Luis Ángel haya hecho esto —Patricio obliga a esta mujer acercarse a María Teresa y a tropezones. Sus ojos son iguales que los de Luis Ángel Torrealba: soberbios y arrogantes—. Y ya no más con impertinencias y estupideces. Las órdenes las doy yo y no Luis Ángel. ¿Me entendió, Óscar?

—¡Sí, patrón! —responde el guardia de seguridad.

—Es increíble que Luis Ángel haya hecho esto tras mis espaldas y sin consultarme. Trayendo a una —bufa Patricio al volver a colocar su mirada en aquella mujer—. Saquenla ahora.

—¿Y quién es esta mujer? —pregunta el nuevo hombre joven que había aparecido en la escena. Observa a María Teresa con la misma sorna—. ¿Una nueva empleada?

—¡Nada de empleada! —le responde Patricio lleno de cólera—. Esta mujer no es más que una ladrona y mentirosa. Aparte que influenciada por Luis Ángel. Que salga de aquí ahora mismo.

—¡Señor! —exclama María Teresa sin saber que decir y con los ojos abiertos—. ¡Señor se lo ruego! Déjeme explicarle.

—No quiero escucharte. Ahora largo de aquí. ¡Óscar! Sácala de aquí.

El guardia de seguridad está a punto de colocar sus manos en los brazos de la angustiosa María Teresa que ya no sabe qué hacer.

Pero una voz retumba detrás de todos ellos y pronuncia:

—Nadie va a sacar a nadie de aquí y mucho menos a echarla.

Todos los demás se giran a ver de quién se trata. No es nada más que de Luis Angel Torrealba, al lado de otro hombre, que observa la escena con ojos impresionados.

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