Lady Lucia escuchó la sonata. Y cuando Madson Reese terminó por fin de tocar, abrió los párpados y una lágrima resbaló de sus ojos cerrados. Aplaudió sola, pero se le unieron todos los presentes, excepto Sara.
– Gracias.
– ¿No quieres tocar una canción más antes de irnos?
Pero la extravagante mujer que frecuentaba a su cuñado y amante no podía aguantar ni un segundo más sin ser el centro de atención y, antes de que Madson pudiera replicar, se levantó del sofá. – Se acabó la música de piano, ¿eh? Porque la tristeza en un día como hoy.
La mujer enarcó una ceja en señal de juicio. – No sé, cariño. ¿Qué tal porque eres viuda?
Y Sara sintió que la cara le ardía en el mismo momento, pero prefirió ignorar lo que consideraba una ofensa contra ella. – Si quieres, puedo cantarte algo.
La mujer se agachó y recogió sus guantes de encaje del sofá. – Gracias, querida, pero ya nos vamos.
– ¿Estás segura?
– Creo que ya hemos oído bastante por hoy. Cualquier cosa que se haga ahora parecerá frívola y s