Hija mía, así no funciona la confesión.

Los hombres rodeaban un edificio con tanta urgencia que parecía un gran acontecimiento al que todos debían asistir, salvo por el hecho de que seguía siendo un lugar terrible en el que ningún ser humano debería vivir, en medio de una ciudad aún más pacífica que aquella de la que habían salido. Los uniformes de aquellos hombres armados no eran llamativos ni elegantes, pero cumplían su función. Un soldado abrió la puerta de la casa de una patada y encontró a la mujer tendida, agotada y maltratada por varios hombres, pero esa era la vida que había elegido para sí misma.

Apenas se había despertado para vestirse cuando él apartó las sábanas, tirándola de la cama. La desaliñada joven lo miró asustada, como si tuviera todo el miedo del mundo posado sobre su pesada alma. Una que ella sabía que nunca ascendería al cielo, que ni siquiera creía que existiera.

– ¿Qué queréis de mí? – Miró a los hombres con la misma altivez de siempre.

El capitán la miró con una expresión de lástima. Sabía bien que
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