Mundo ficciónIniciar sesiónÉl reaccionó rápido, sujetándola por la cintura. El impacto fue suave, pero lo bastante cercano como para que ambos quedaran congelados un segundo.
Estaban tan cerca que podía sentir su aroma a jazmín con toques a vainilla, su aliento sobre su cuello y el frenético latido del corazón contra él. La separó ligeramente para verle el rostro y unos ojos dorados lo miraron con una mezcla de sorpresa y vergüenza tan pura que tuvo que morderse la lengua para no reírse.
—No suelo tener la suerte de que las chicas me caigan directo a los brazos —murmuró él en tono de broma para aligerar el ambiente—, pero admito que así da gusto recibir visitas.
La mujer balbuceó una disculpa, torpe y roja, apartándose con manos temblorosas.
Desde el interior del carruaje, la mujer de cabello negro observaba todo con expresión indiferente. La rubia, en cambio, tenía una sonrisa irónica apenas perceptible, como si pensara que el tropiezo hubiese sido intencional. Bastian no se molestó en corregir aquella impresión.
—¿Estás bien? —preguntó con amabilidad sincera, aunque el brillo divertido en sus ojos se mantenía.
—S-sí, lo siento mucho —balbuceó ella.
—No tienes porqué disculparte —respondió con calma, antes de girarse para ayudar a las otras chicas a descender del carruaje—. Acompáñenme, el general no es de los que disfrutan demasiado la espera.
El trayecto al salón de audiencias fue breve, pero suficiente para que Bastian sacara sus propias conclusiones. Caminaba delante del pequeño grupo, aunque sin perder la oportunidad de observar de reojo a las recién llegadas.
La rubia caminaba como si flotara, cada movimiento fluido y elegante. La de cabello negro avanzaba con paso firme, los brazos relajados y la cabeza en alto, como si nada pudiera perturbarla. Y la castaña parecía fascinada con todo lo que la rodeaba, su mirada llena de curiosidad. Bastian no pudo evitar darle un par de miradas adicionales.
Tres doncellas imperiales y ni una con el mismo libreto, concluyó para sí, justo cuando las puertas del salón se abrieron ante ellos.
Darian y Eryas, su pupilo, ya los esperaban. El enviado avanzó con formalidad y leyó con voz solemne la carta imperial. Mientras el emisario presentaba a cada una de las chicas, Bastian las fue memorizando sin esfuerzo: Marianne Ceryth, la rubia de ojos verdes; Kaelis Orvelle, la de mirada fría; y Avelyne Durel, la castaña torpe.
El enviado continuó hasta que lo escuchó decir: ...destinadas a servir en su casa y alegrar sus días.
La expresión de Darian se mantuvo seria, como si no hubiera captado el doble sentido. Pero Bastian sí. Servir y alegrar, repitió mentalmente, reprimiendo una sonrisa. Ah, lady Selianne, siempre tan generosa con tus interpretaciones del deber.
Cuando la presentación terminó y las chicas fueron escoltadas fuera del salón, Bastian exhaló un suspiro teatral.
—Alegrar sus días... —murmuró entre dientes, divertido— bueno, al menos no dijo noches.
Se dejó caer sobre el sillón más cercano, acomodándose con descaro, con una sonrisa divertida.
—Los dioses han escuchado mis plegarias. Tres bellezas caídas del cielo y con sello imperial, encima. Vaya suerte, hermano.
Darian no respondió de inmediato. Seguía mirando la misiva sobre la mesa con gesto serio y pensativo.
—No son un simple regalo —replicó al fin—. Son los ojos y oídos de la familia imperial.
Eryas, apoyado contra una columna con la arrogancia típica de la juventud, soltó una sonrisa socarrona.
—¿Y qué más da? Son demasiado lindas como para preocuparse por eso. Especialmente la de vestido carmín... Avelyne, ¿no? Menudo obsequio nos han mandado de la capital.
Bastian soltó una carcajada y lo señaló con el dedo.
—Mira no más a este cachorro, aún no se ha empapado en sangre del campo de batalla y ya anda embelesado por una cara bonita.
Pero mientras hablaba, un recuerdo fugaz le cruzó por la mente, el momento en que la muchacha, Avelyne, tropezó y cayó sobre él. Su cuerpo se había sentido cálido, ligero... sorprendentemente suave. El recuerdo le arrancó una sonrisa involuntaria.
Eryas se encogió de hombros con descaro.
—No estoy ciego. Y si el general no las quiere, puedo disfrutar del regalo en su lugar.
La mirada de Darian se endureció al instante.
—Suficiente —ordenó con tono firme—. No olvides tu lugar, Eryas. Aún estás bajo mi techo.
El silencio volvió, pesado por un momento, hasta que Bastian alzó las manos con su típica sonrisa conciliadora.
—Vamos, vamos, no te sulfures. El chico solo está... entusiasmado, aún es joven. Si quieres yo mismo me sacrifico y me encargo de alguna de las doncellas, ¡solo para aligerarte la carga, claro está!
Eryas rió entre dientes, y Darian soltó un suspiro largo, llevándose una mano a la frente como si ya se le estuviera formando un dolor de cabeza.
Bastian los observó con aire inocente, aunque por dentro su mente volvió al recuerdo del tropiezo, en el breve momento en que sintió su cálido aliento contra su cuello.
Sí, definitivamente las cosas se pondrán muy divertidas.







