Toque Prohibido
Toque Prohibido
Por: Anne Zara
Capítulo 1

El aire de Stonveil olía a tierra húmeda y pino recién cortado. Bastian estaba de pie junto a la entrada principal, con los brazos cruzados y la chaqueta semi abierta, dejando que la fresca brisa del atardecer jugueteara con los mechones castaños que caían sobre su frente.

A unos metros, los soldados que custodiaban las puertas intentaban mantener la compostura, aunque las miradas cómplices y los murmullos bajos los delataban.

—Dicen que viene de la capital —susurró uno.

—Que la emperatriz viuda las escogió personalmente —añadió otro, con una sonrisa mal disimulada.

—Una recompensa— añadió con un movimiento de cejas sugestivo.

Bastian arqueó una ceja en silencio, divertido por los chismes. Por supuesto que la noticia ya había corrido por todo el cuartel. En un lugar como Stoneveil, donde los días solían ser tan repetitivos como aburridos, la llegada de un carruaje era suficiente para que todos inventaran versiones distintas del mismo rumor.

Recompensa o no, lo cierto era que la ex emperatriz Selianne rara vez hacía algo sin un propósito detrás. Y, aunque nadie lo dijera en voz alta, todos lo sabían.

Apoyó un hombro contra el marco de madera, escuchando sin intención de interrumpir. Aquellos hombres trataban de hablar bajo, pero él alcanzaba a escuchar cada palabra con claridad, aunque no le molestaba.

Dudo mucho que Darian se deje cautivar por alguna de ellas, pensó sonriendo. Su amigo nunca ha dado señales de dejarse conmover por alguna mujer, por más hermosa que esta fuera. Pero aún así, Bastian no podía negar que un poco de belleza no le vendría mal al paisaje.

Mientras esperaba, su mirada se perdió entre el bosque circundante. El sol caía de lado, tiñendo de ámbar las hojas, y el aire traía consigo el murmullo de una fuente de agua cercana. En otro momento, habría sido una tarde perfecta para no hacer absolutamente nada.

Bueno, al menos algo interesante se aproxima, pensó, fijando la mirada en el camino.

Bastian nunca había sido un hombre paciente, pero sí observador. Le gustaba mirar a la gente, descifrar lo que estaban pensando. En eso era bueno, en leer gestos, en captar silencios. Tal vez por eso le divertía tanto imaginar las historias detrás de los rumores que escuchaba.

Y, aunque le hacía gracia la curiosidad de los demás, tenía que admitir que también quería saber qué clase de mujeres enviaría la emperatriz viuda. A quienes consideraba como "regalos dignos". ¿Damas refinadas de la corte? ¿Alguna noble en desgracia? ¿Una belleza exótica? ¿O alguna cabeza hueca lo suficientemente bonita como para adornar la residencia del hombre más temido del imperio?

Darian, sin embargo, no era alguien que se deje manipular por una cara bonita. Bastian reprimió una sonrisa, recordando la expresión de su amigo cuando llegó la carta imperial.

Ni una pizca de interés o curiosidad. Solo ese ceño fruncido y ese suspiro cansado como si solo se avecinaran futuros problemas.

Él, en cambio, lo encontraba divertido. Había algo en la idea de ver a su impasible amigo rodeado de mujeres tratando de ganar su atención que lo intrigaba. No por morbo, sino porque era casi imposible ver esa fachada suya romperse.

Una brisa más fuerte levantó polvo del camino. Él entrecerró los ojos, y entre los árboles vislumbró al carruaje acercándose.

Los murmullos se callaron de inmediato. Bastian enderezó la postura, dejó que la expresión perezosa se transformara en algo más cordial, casi encantador, y se apartó un paso de la entrada.

—Vaya, parece que por fin llegó el entretenimiento del día —murmuró para sí, mientras la sonrisa en sus labios se ampliaba, era hora del espectáculo.

El carruaje avanzaba lentamente, reluciente bajo la luz del sol cada vez más tenue. Y aunque Bastian no lo sabía aún, ese día en Stoneveil marcaría el inicio de algo que ni siquiera él pudo haber previsto.

Los caballos se detuvieron frente al portón, levantando una ligera nube de polvo que se deshacía en el viento.

Bastian se acercó con paso firme. Los soldados enderezaron su postura, tratando de mostrarse imponentes aunque el brillo en sus ojos los delataba. Todos estaban curiosos por conocer a las nuevas residentes.

Cuando el lacayo abrió la portezuela, el interior del carruaje se reveló en penumbra. Dentro, tres mujeres permanecían sentadas. La que estaba justo frente a él tenía el cabello castaño y ojos dorados, se le notaba un poco ansiosa, como si se debatiera entre los nervios y la expectación. Frente a ella, en el asiento delantero, una rubia de mirada dulce y ojos verdes sostenía las manos sobre su regazo, y a su lado, una joven de cabello negro y penetrante ojos azules, mantenía una expresión impasible y fría.

Se adelantó para saludarlas adecuadamente.

—Bienvenidas a la mansión Stoneveil —inclinó la cabeza en una muestra de cortesía casual—. Soy Bastian Corven, y a partir de ahora tendrán que soportar mi cara a menudo —dijo con un guiño coqueto a las tres bellezas.

Notó el parpadeo confundido de la castaña. Esperaba cierto grado de desdén de parte de ellas, quizá algo de recelo ya que no conocían su identidad. En cambio, aquella mirada confundida se le hizo más encantadora.

—No se preocupen, no muerdo —añadió con un brillo juguetón en la mirada, apenas conteniendo la risa—. Bueno, al menos no sin permiso.

Los soldados que estaban detrás suyo reprimieron una carcajada.

—Vengan —continuó, avanzó un paso hacia ellas—. El general Veylor las espera, pero antes de que lo conozcan, permítanme darles un consejo. No se dejen intimidar por su cara seria. En el fondo... bueno, sigue siendo serio, pero prometo que es más tolerable de lo que parece.

Dicho eso, extendió la mano para ofrecerle ayuda a la primera en bajar. La castaña de ojos claros apoyó una mano en la suya con delicadeza, pero apenas dio un paso, el borde de su falda se enganchó en el zapato.

El tropiezo fue tan rápido que apenas alcanzó a soltar un leve jadeo antes de caer directamente contra su pecho.

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