Desde afuera, Gabriel parecía tranquilo. Con las manos en los bolsillos y la postura erguida, caminaba al lado de Sophia como si no hubiera una sola sombra en su conciencia. El parque era el mismo donde habían paseado después de su primera cita, semanas atrás. Las flores de primavera se inclinaban suavemente al paso de la brisa, y los senderos, aunque no del todo vacíos, ofrecían la discreción justa.Gabriel había elegido ese lugar por una razón: la nostalgia es una herramienta precisa. Lo sabía bien.—¿Recuerdas esto? —dijo, señalando una banca bajo un roble retorcido—. Aquí fue donde te reíste por primera vez de uno de mis chistes malos. O fingiste hacerlo, no estoy seguro.Sophia sonrió sin convicción. Era una sonrisa breve, cortés. Últimamente le costaba encontrar la naturalidad con él.—Sí, lo recuerdo —respondió—. Era algo de un pingüino que quería ser repostero, ¿no?—Exacto. Y tú dijiste que el verdadero chiste era que yo creyera que podía cocinar algo sin quemarlo. Esa parte
La taza de té ya estaba fría.Sophia la sostuvo un rato entre las manos, como si el calor que había perdido pudiera volver por simple nostalgia. La tarde estaba hermosa, a contrario de lo que sentía Sophia en su interior. Se sentía como un día nublado y frío. Como esas lluvias de invierno, sentía que el frío se le colaba por los pies y subía lentamente por sus huesos, haciéndole doler cada articulación de su cuerpo. Rex dormía enroscado cerca de la ventana, ajeno a las turbulencias que flotaban en el aire. En el fondo, su departamento seguía oliendo a lavanda y libros viejos, pero algo más denso se acumulaba en los rincones desde hacía unos días. Como un eco.Una vibración corta sobre la mesa la sacó de su ensoñación. Un mensaje. Gabriel.«Que haces?Estás con tu madre otra vez? 😅»Sophia apretó los labios. Tecleó sin pensar:«En casa.por?»«Nada. Solo que últimamente estás mucho con ella y pensé que quizá no te estás dando cuenta»«De qué?»«De que te absorbe. O sea... no te deja e
Los árboles parecían susurrar secretos entre sí mientras el auto de Gabriel subía por el camino sinuoso hacia la casa en la sierra. El cielo era límpido, salpicado de nubes tenues, y el aire tenía ese olor terroso que a Sophia siempre le recordaba a los cuentos de su infancia. No había señal en el celular desde hacía quince minutos, y eso, por alguna razón, la inquietaba más de lo que quería admitir.—¿Estás bien? —preguntó Gabriel, sin mirarla, con una sonrisa dibujada entre los labios.Sophia asintió, girando el rostro hacia la ventanilla para no tener que sostener el contacto visual.—Sí. Es solo que… bueno, me olvidé de avisarle a mi hermano que veníamos sin señal. A mis papás también. Vivian se va a preocupar si no le contesto.—Por eso mismo estamos acá —dijo Gabriel, con tono suave, pero firme—. Para desconectarte de todo eso. Lo necesitas, Sophie. Necesitas parar, dejar que el ruido se apague. Y ellos… ellos pueden esperar un par de días.El “pueden esperar” quedó flotando com
El sonido del motor era constante, casi hipnótico, mientras el auto descendía por el mismo camino de montaña por el que habían subido tres días antes. Sophia miraba por la ventanilla, los árboles se desdibujaban en el movimiento. Ya había señal. El ícono en la esquina superior de su celular había vuelto a la vida, y con él, una avalancha de notificaciones.Veintisiete mensajes. Cuatro llamadas perdidas de John. Tres audios de Vivian. Un mensaje de Charles con mayúsculas:«DÓNDE ESTÁS?»Sophia tragó saliva.—Llegaron los mensajes, ¿eh? —comentó Gabriel sin mirarla, con un tono que sonaba demasiado despreocupado para ser real.Sophia no contestó. Bajó el volumen del celular y se puso los auriculares, aunque no estaba escuchando nada. Solo quería leer y escuchar sin testigos. Su pulgar temblaba apenas al abrir los audios.El de Vivian fue el primero:—Sophie, ¿estás bien? Por favor, avísame cuando escuches esto. Te llamé varias veces. No quiero pensar lo peor. Solo dime que estás bien, ¿
La luz del televisor parpadeaba en la sala como si fuera una chimenea moderna, lanzando reflejos cálidos que bailaban sobre las paredes y los rostros de quienes estaban en el sofá. El Padrino avanzaba con lentitud ceremoniosa, envolviendo todo con su atmósfera densa y elegante. Las cajas de pizza abiertas despedían aún un aroma persistente a queso derretido y albahaca. Dos latas de cerveza, una vacía y otra a medio terminar, servían como testigos de una velada que, en apariencia, transcurría sin sobresaltos.Sophia estaba sentada en un extremo del sillón, con las piernas cruzadas, una manta liviana sobre las rodillas. Rex, su perro, dormía a sus pies, en un abandono total, con el hocico sobre el suelo y las patas extendidas.Gabriel se acomodó más cerca. Llevaba rato midiendo sus movimientos, como quien calcula un salto sin saber si hay red abajo. En un momento, sin previo aviso, deslizó su brazo por detrás del respaldo, hasta quedar detrás de la cabeza de Sophia. No la tocó, pero dej
El rugido de la multitud resonaba en el estadio. Era un mar de colores y banderas ondeando al viento mientras el partido de rugby alcanzaba su clímax. La gente gritaba, aplaudía y silbaba, mientras en el centro del campo, los jugadores se movían con una energía frenética, sus cuerpos chocaban con fuerza en cada tackle y ruck. El sol brillaba sobre ellos, haciendo brillar el sudor en sus frentes y acentuando cada golpe y empuje y sacando a lucir seductoramente la fuerza que reflejaban sus músculos, venas y tendones.Thomas se limpió el sudor de la cara con la palma de su mano. Era una fuerza imponente en el campo. Su físico robusto y su barba crecida al estilo vikingo le daban una presencia intimidante. Sus ojos marrones, llenos de furia y concentración, seguían cada movimiento con una intensidad que hacía temblar a sus adversarios. Su cabello castaño claro, desaliñado, y la cicatriz en la nariz que le atravesaba la cara desde la altura del pómulo derecho hasta perderse en la mejilla i
El sol apenas asomaba sobre el horizonte cuando Sophia se despertó, rodeada por el suave murmullo de la naturaleza. Afuera, el canto de los pájaros marcaba el inicio de un nuevo día en su pequeña casita campestre. Abrió los ojos lentamente, disfrutando de esos primeros momentos de paz antes de que el mundo comenzara a moverse a su alrededor. A lo lejos, se escuchaba el viento rozar las hojas de los árboles frutales que adornaban el jardín, un sonido tan familiar que se había convertido en su melodía de cada mañana.La casa de Sophia, ubicada a las afueras de la ciudad, era su refugio. No era grande ni lujosa, pero tenía todo lo que necesitaba: paredes de madera, cortinas de bordado francés y estantes llenos de libros. Todo en su hogar tenía un propósito, cada rincón hablaba de sus gustos y su personalidad. Se levantó de la cama y abrió las ventanas, dejando que la luz dorada del amanecer llenara el espacio. El aire fresco del campo inundó la habitación, revitalizándola.En la esquina
Sophia bajó de la bicicleta y la ató con la cadena al soporte. Había demorado un poco más de lo normal por el peso del frasco de mermelada para Edith; pero de todas maneras logró su cometido y ya se encontraba en el hospital de niños. Tomó su bolso y empujó la puerta con confianza. Con una sonrisa en el rostro saludó al guardia de seguridad y le mostró su identificación.—Buenos días, Ernesto —lo saludó. Su voz salió dulce y cálida como un té recién hecho. Ernesto le sonrió de oreja a oreja con un ligero rubor en sus mejillas.—Sophia, buenos días —tartamudeó el joven guardia—. No hace falta que me presentes eso, ya eres una más del equipo.—Reglas son reglas, mi amigo. Y tú deber es anotar quién entra y quién sale —le recordó Sophia. Sin embargo, Ernesto la había recibido tantas veces en el hospital que se sabía sus datos de memoria. Su rutina era la misma: Todos los domingos, miércoles y viernes Sophia estaba allí, puntual como siempre. Se sentaba en el parque que quedaba justo en f