La cena había sido buena. Nada extraordinario, nada fuera de lo habitual. Lentejas con arroz, pan casero, una copa de vino tinto que Sophia tomó despacio. Gabriel había llegado con una torta helada y una actitud más dulce que de costumbre. Parecía cómodo, incluso relajado, como si estuviera verdaderamente en casa. Y quizás, pensó Sophia, lo estaba.Después de cenar se quedaron hablando en el sofá, con la lámpara encendida sobre la mesita baja y el perro dormido a los pies de ella. Rex apenas se movía cuando Gabriel venía; lo miraba, olfateaba su pantalón con desgano, y volvía a dormirse. Sophia no sabía si agradecerle o preguntarse qué intuía el animal—Me encanta esta luz —comentó Gabriel, reclinándose contra el respaldo del sillón y estirando una pierna—. Tiene algo de refugio. Como si el mundo estuviera afuera y acá no pudiera entrar.—Eso es lo que busqué siempre —dijo ella, con la taza de té aún caliente entre las manos—. Un lugar al que no haya que pedirle permiso para descansar
El departamento de John era un oasis caótico: estanterías con libros desordenados, una guitarra eléctrica recostada sobre un sillón y el olor tenue a café recién hecho colándose entre los espacios. Sophia siempre había sentido que ese lugar le recordaba su infancia, aunque nunca hubieran vivido juntos de adultos. Había algo en la luz, en el desorden amable, en la taza de cerámica mal reparada que él usaba desde hacía años.—¿Quieres té o café? —preguntó John desde la cocina, sin asomarse.—Café está bien —respondió Sophia, mientras se sacaba el abrigo—. Pero con poca azúcar, por favor.—Lo sé, no soy nuevo.Ella sonrió apenas. Se sentó en la silla alta junto a la barra, observando cómo su hermano preparaba todo con precisión desganada, como quien conoce demasiado bien la rutina. Le pareció más cansado de lo habitual, con el ceño fruncido incluso antes de que comenzaran a hablar.—¿Y entonces? —preguntó él al fin, dejando su taza frente a ella—. ¿Cómo estás?—Bien. Cansada. Esta semana
Desde afuera, Gabriel parecía tranquilo. Con las manos en los bolsillos y la postura erguida, caminaba al lado de Sophia como si no hubiera una sola sombra en su conciencia. El parque era el mismo donde habían paseado después de su primera cita, semanas atrás. Las flores de primavera se inclinaban suavemente al paso de la brisa, y los senderos, aunque no del todo vacíos, ofrecían la discreción justa.Gabriel había elegido ese lugar por una razón: la nostalgia es una herramienta precisa. Lo sabía bien.—¿Recuerdas esto? —dijo, señalando una banca bajo un roble retorcido—. Aquí fue donde te reíste por primera vez de uno de mis chistes malos. O fingiste hacerlo, no estoy seguro.Sophia sonrió sin convicción. Era una sonrisa breve, cortés. Últimamente le costaba encontrar la naturalidad con él.—Sí, lo recuerdo —respondió—. Era algo de un pingüino que quería ser repostero, ¿no?—Exacto. Y tú dijiste que el verdadero chiste era que yo creyera que podía cocinar algo sin quemarlo. Esa parte
La taza de té ya estaba fría.Sophia la sostuvo un rato entre las manos, como si el calor que había perdido pudiera volver por simple nostalgia. La tarde estaba hermosa, a contrario de lo que sentía Sophia en su interior. Se sentía como un día nublado y frío. Como esas lluvias de invierno, sentía que el frío se le colaba por los pies y subía lentamente por sus huesos, haciéndole doler cada articulación de su cuerpo. Rex dormía enroscado cerca de la ventana, ajeno a las turbulencias que flotaban en el aire. En el fondo, su departamento seguía oliendo a lavanda y libros viejos, pero algo más denso se acumulaba en los rincones desde hacía unos días. Como un eco.Una vibración corta sobre la mesa la sacó de su ensoñación. Un mensaje. Gabriel.«Que haces?Estás con tu madre otra vez? 😅»Sophia apretó los labios. Tecleó sin pensar:«En casa.por?»«Nada. Solo que últimamente estás mucho con ella y pensé que quizá no te estás dando cuenta»«De qué?»«De que te absorbe. O sea... no te deja e
Los árboles parecían susurrar secretos entre sí mientras el auto de Gabriel subía por el camino sinuoso hacia la casa en la sierra. El cielo era límpido, salpicado de nubes tenues, y el aire tenía ese olor terroso que a Sophia siempre le recordaba a los cuentos de su infancia. No había señal en el celular desde hacía quince minutos, y eso, por alguna razón, la inquietaba más de lo que quería admitir.—¿Estás bien? —preguntó Gabriel, sin mirarla, con una sonrisa dibujada entre los labios.Sophia asintió, girando el rostro hacia la ventanilla para no tener que sostener el contacto visual.—Sí. Es solo que… bueno, me olvidé de avisarle a mi hermano que veníamos sin señal. A mis papás también. Vivian se va a preocupar si no le contesto.—Por eso mismo estamos acá —dijo Gabriel, con tono suave, pero firme—. Para desconectarte de todo eso. Lo necesitas, Sophie. Necesitas parar, dejar que el ruido se apague. Y ellos… ellos pueden esperar un par de días.El “pueden esperar” quedó flotando com
El sonido del motor era constante, casi hipnótico, mientras el auto descendía por el mismo camino de montaña por el que habían subido tres días antes. Sophia miraba por la ventanilla, los árboles se desdibujaban en el movimiento. Ya había señal. El ícono en la esquina superior de su celular había vuelto a la vida, y con él, una avalancha de notificaciones.Veintisiete mensajes. Cuatro llamadas perdidas de John. Tres audios de Vivian. Un mensaje de Charles con mayúsculas:«DÓNDE ESTÁS?»Sophia tragó saliva.—Llegaron los mensajes, ¿eh? —comentó Gabriel sin mirarla, con un tono que sonaba demasiado despreocupado para ser real.Sophia no contestó. Bajó el volumen del celular y se puso los auriculares, aunque no estaba escuchando nada. Solo quería leer y escuchar sin testigos. Su pulgar temblaba apenas al abrir los audios.El de Vivian fue el primero:—Sophie, ¿estás bien? Por favor, avísame cuando escuches esto. Te llamé varias veces. No quiero pensar lo peor. Solo dime que estás bien, ¿
El rugido de la multitud resonaba en el estadio. Era un mar de colores y banderas ondeando al viento mientras el partido de rugby alcanzaba su clímax. La gente gritaba, aplaudía y silbaba, mientras en el centro del campo, los jugadores se movían con una energía frenética, sus cuerpos chocaban con fuerza en cada tackle y ruck. El sol brillaba sobre ellos, haciendo brillar el sudor en sus frentes y acentuando cada golpe y empuje y sacando a lucir seductoramente la fuerza que reflejaban sus músculos, venas y tendones.Thomas se limpió el sudor de la cara con la palma de su mano. Era una fuerza imponente en el campo. Su físico robusto y su barba crecida al estilo vikingo le daban una presencia intimidante. Sus ojos marrones, llenos de furia y concentración, seguían cada movimiento con una intensidad que hacía temblar a sus adversarios. Su cabello castaño claro, desaliñado, y la cicatriz en la nariz que le atravesaba la cara desde la altura del pómulo derecho hasta perderse en la mejilla i
El sol apenas asomaba sobre el horizonte cuando Sophia se despertó, rodeada por el suave murmullo de la naturaleza. Afuera, el canto de los pájaros marcaba el inicio de un nuevo día en su pequeña casita campestre. Abrió los ojos lentamente, disfrutando de esos primeros momentos de paz antes de que el mundo comenzara a moverse a su alrededor. A lo lejos, se escuchaba el viento rozar las hojas de los árboles frutales que adornaban el jardín, un sonido tan familiar que se había convertido en su melodía de cada mañana.La casa de Sophia, ubicada a las afueras de la ciudad, era su refugio. No era grande ni lujosa, pero tenía todo lo que necesitaba: paredes de madera, cortinas de bordado francés y estantes llenos de libros. Todo en su hogar tenía un propósito, cada rincón hablaba de sus gustos y su personalidad. Se levantó de la cama y abrió las ventanas, dejando que la luz dorada del amanecer llenara el espacio. El aire fresco del campo inundó la habitación, revitalizándola.En la esquina