Pequeñas alarmas

El mediodía tenía ese sol oblicuo y amable de los días frescos, el tipo de luz que acaricia sin quemar. Sophia caminaba por la vereda con paso sereno, el abrigo liviano colgándole del brazo adornaba su extremidad. Ya eran los últimos días de fresco, y octubre se acercaba a pasos agigantados. El sólo recuerdo de la Noche de Brujas le cerraba el estómago a la escritora. Había elegido el lugar del almuerzo con cuidado: un café-bistró con mesas en la vereda y platos simples, casi caseros. A John le gustaban las pastas, y a ella le bastaba con no estar encerrada.

Lo vio de lejos, esperándola junto a una maceta de lavandas. Llevaba suéter gris, anteojos oscuros, y el gesto socarrón que no perdía nunca, ni siquiera cuando dormía. Se saludaron con un abrazo breve y cálido. John olía a jabón y colonia barata.

—Estás mejor que la última vez que te vi —dijo él, mientras tomaban asiento.

—Gracias por el halago disfrazado de preocupación —contestó Sophia, sonriendo.

—No, en serio. Tienes color en
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