Llegué al trabajo antes de la hora, y me dediqué a ordenar aquel caos que habían dejado en la mañana sobre mi escritorio: un revoltijo de papeles que había que presentar en la reunión de las siete, y tan sólo disponía de un par de horas para tenerlo todo listo.
Dejé el abrigo y el bolso sobre la percha y comencé con aquella ardua tarea. No iba ni por la mitad cuando mi jefe llegó al despacho, me saludó con la cabeza y entró en su oficina, sin tan sólo darme las buenas tardes.
Me levanté de golpe y llamé a su puerta, para luego entrar y verle dejar su chaqueta sobre el respaldar de su silla, me miró con detenimiento mientras se desabotonaba las mangas de la camisa y se las arremangaba.