El sábado prometía descanso, sin embargo, Camila no sabía de la existencia de esa palabra.
A las ocho ya estaba tocando la puerta.
—¡Quieta ahí! —exclamó, tirando la cartera y las llaves en la encimera—. Ni se te ocurra tocar una sartén.
Yo aún tenía el pijama puesto. Iba a preparar algo para desayunar.
La miré extrañada, dejando la cafetera. —¿Por qué?
—Porque comeremos cuando salgamos. Estaremos el día entero afuera. —Gesticuló caminando por la sala, enumerando las actividades. —Iremos al salón, a las uñas, al spa, a recoger un vestido que te encargué.
—¡Wow, Camila, para un segundo! —la interrumpí—. Tengo que ir a hacer algunas compras para la actividad de esta noche. ¿O qué crees, que no hay que preparar nada? ¿Haces una fiesta y no vas a ver qué se come?
Se giró, manos en la cintura y expresión de hada mandona.
—Ay, bella, no vas a estar el día entero en la cocina. Ya no estás casada, ¿recuerdas? —sonrió traviesa—. Para eso existen los lugares que venden comida hecha.
—Sí, lo