Capítulo Tres

Cuando Ricardo Salazar entró en los pacíficos confines de la iglesia, el suave resplandor de la luz de las velas iluminó el espacio sagrado. El aroma del incienso persistía en el aire, creando una atmósfera de tranquilidad. Mientras se acercaban a los bancos, una figura surgió de las sombras y llamó su atención. Era Irene, una devota conocida por su dedicación a su fe. A primera vista, la hermana parecía una monja cualquiera, vestida con su modesto atuendo. Sin embargo, había algo diferente en ella, un brillo en sus ojos azul cielo y un sutil sonrojo en sus mejillas. A medida que se acercaba a Ricardo Salazar, su respiración se aceleró revelando un atisbo de anticipación. Con una cálida sonrisa, la hermana Irene se acercó a Ricardo Salazar y le preguntó: —Querido, ¿para qué estás aquí? —Su voz tenía un tono suave y melódico, cautivando a Ricardo Salazar con su dulzura. Sin embargo, había un toque de vulnerabilidad en su voz, como si estuviera luchando por mantener la compostura.

De todo lo malo que se le atribuía, pocas eran las buenas de él, entre ellas estaba: haberla sacado del inframundo en el que caminaba. —Hermana Irene —susurró, aunque dicen que Ricardo no ayudaba a nadie sin pagar un precio—. Justo la persona que estaba buscando. Sacó un revólver de su cinturón y la abrazó.

Sintiendo una repentina inquietud, frunció el ceño cuando Ricardo le reveló el arma. Ella se tensó, sin saber cómo reaccionar. A pesar de conocer su pasado, no podía creer que la violencia solucionaría algo. Sus ojos se abrieron. —Espera… Ricardo —dijo aún con calma, con la mano apoyada en su brazo. Había una mezcla de miedo y preocupación en su expresión mientras lo miraba a los ojos, esperando encontrar algo de comprensión en sus fanales. En ese momento, parecía que ambos estaban en una encrucijada donde la lealtad, la amistad y la confianza chocaban con sus respectivos roles en la vida. Ella se había dedicado a Dios y tales actos de brutalidad violaban todo en lo que creía, sin embargo…

—No te voy a matar—le susurró al oído——pero la usarás. La empujó hacia la pared y le besó el cuello.

La hermana Irene jadeó al sentir los labios de Ricardo presionar su piel sensible, enviando una sacudida de deseo a través de su cuerpo. Su corazón se aceleró, confundida por estos sentimientos hacia alguien que representaba todo lo que le habían enseñado a rechazar. Pero, de nuevo… Tal vez, esto demuestra cuán contradictorios pueden ser los humanos.

Mientras él la empujaba más contra la pared, ella cerró los ojos, sintiéndose mareada por la pasión.

Incapaz de resistirse, levantó la mano y pasó los dedos por su cabello oscuro, gimiendo.

—No sé por qué… —logró tartamudear entre jadeos. No era verdad; sabía por qué quería este placer prohibido. Pero admitirlo en voz alta lo hizo real.

*¿A quién quieres que mate? —Preguntó mientras se dejaba llevar por las sensaciones que las caricias extendían en su piel.

 La miró: —A los señores Manilla. Ambos no han pagado el rescate de la pequeña Nicole después de que la secuestrara y eso me enfurece.

Irene no pudo negar su demanda, este hombre era quien la había sacado de la pesadilla de vivir como prostituta e instalado en el convento. También era consciente de las consecuencias que afrontaría si se negaba. Ricardo jamás perdonó a un traidor en el pasado y ella no iba a ser la excepción.

Su rostro se sonrojó por la vergüenza y la culpa como ingredientes venenosos en una poción. Por mucho que intentara ignorar la retorcida lógica detrás de sus deseos, era imposible. La idea de que alguien pudiera sufrir daño, en especial personas inocentes, aún le repugnaba… allí estaba, dispuesta a entregarse a la oscuridad de Ricardo solo porque le proporcionaba placer.

—Oh Dios —gimió ella, escondiendo su rostro en su hombro—. Esto está mal.

Pero incluso mientras pronunciaba las palabras, no se atrevía a alejarlo. En lugar de eso, lo abrazó con más fuerza, disfrutando del poder que exudaba a pesar de la causa de sus pecados sobre sus hombros. Permanecieron así durante mucho tiempo, entrelazados en el abrazo del otro, hasta que sus corazones se desaceleraron y la realidad volvió a estrellarse.

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