Sometida por mi esposo
Sometida por mi esposo
Por: Alexander Gonzalez
1. El engaño

—Alma. ¡Te juro que no es lo que parece! —Exclamó Marcos Rubio cuando su esposa lo encontró con otra mujer en la oficina—. Ella apareció de repente y se me fue encima, yo jamás…

Pero antes de que pudiera terminar, Alma se lanzó sobre Mónica Soler y la agarró del cabello, dispuesta a arrojarla a través de la ventana del veinteavo piso. Mónica gritó, intentando zafarse de su agarre, pero no logró hacerlo hasta que la secretaría de Marcos intervino para separarlas.

—¡Fuera! —Gritó Alma a la amante de su esposo antes de escupirle insultos a la cara—. Si vuelves a poner un pie en esta empresa, te sacaré a rastras… ¡Fuera!

La aludida recogió la blusa y huyó del lugar evitando que la mujer volviera a írsele encima. Alma siempre fue tranquila, pero ahora la furia hervía en su sangre. Hace mucho tiempo sospechaba que Marcos le era infiel, pero jamás creyó que lo hallaría en pleno acto.

—Alma —Marcos se interpuso delante de ella cuando intentó abandonar la oficina—, déjame explicártelo. Sé que suena estúpido, pero no te engaño, y nunca…

Antes de que pudiera terminar, Alma le propinó una bofetada que le dejó los dedos marcados en la mejilla.

—¿A caso me crees tonta? —Espetó mirando a su esposo con odio—. Sé perfectamente lo que vi.

En vista de que la mujer estaba cegada por la rabia, Marcos la dejó marchar, maldiciéndose así mismo por haber sido tan débil. Si Alma no los hubiera descubierto, probablemente le habría sido infiel.

—Intente detenerla, doctor, pero no logré hacerlo.

Victoria Fernández, su secretaria, habló con voz temblorosa. Marcos la miró y reflexionó sobre lo que acababa de pasar. Alma había llegado hecha una furia como si supiera que él estaba allí con otra mujer.

—Usted le dijo que Mónica estaba aquí, ¿verdad? —Marcos le lanzó una mirada fulminante.

—¿Qué? No, claro que no.

Alma y Victoria se habían hecho muy buenas amigas, así que era obvio que la mujer mentía.

—Esta despedida —decidió Marcos, enfurecido—, recoja sus cosas y márchese.

El rostro de Victoria traslució terror. Había tenido que competir reñidamente por ocupar aquel lugar, con aspiraciones de ascender dentro de la empresa.

—Pero, doctor, ¿por qué?  No me haga esto, por favor —suplicó Victoria—. Mi madre está enferma, y necesito mi trabajo para pagar las cuentas de la clínica…

—No fue eficiente, debió haberme avisado que Alma venía para acá —dijo Marcos inflexible—. Y no se moleste en regresar por su liquidación.

—Pero doctor…

Victoria lo siguió a través del pasillo, rogándole para que no la despidiera, pero Marcos no se retractó de su decisión, ni siquiera cuando ella se echó a llorar.

***

Alma apresuró el paso cuando escuchó el claxon del auto de Marcos a su espalda, pero el hombre la alcanzó en un callejón oscuro y sin salida. La lluvia caía con violencia y sus ropas estaban empapadas.

—¡Atrás! —Alma tomó el dije en forma de cruz que colgaba de su cuello y le apuntó con este al traidor—. Atrás, demonio.

Marcos la arrinconó contra la pared, rogándole perdón, pero ella le golpeó el duro pecho en gesto de rechazo.

—No voy a justificar lo que estuve a punto de hacer —dijo el hombre, traspasándola con sus ojos del color de la miel—, pero tienes que entender que en parte también ha sido tu culpa. Si me dieras lo que me corresponde no tendría que poner los ojos sobre otras mujeres.

—¿Estás diciendo que es mi culpa? —Alma lo miró con dramática sorpresa.

—Solo digo que deberías darme lo que me corresponde —susurró Marcos—. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que estuvimos juntos.

Alma quiso taparse los oídos. Él la había engañado y jamás lo perdonaría, pero ¿por qué no podía dejar de sentir aquellos extraños hormigueos cada vez que Marcos estaba tan cerca y le hablaba de aquella forma? Desde que se casaron solo se acostó con él cuatro veces hasta la concepción de su hijo Matías.

—Sé que quieres —Marcos acercó su rostro al de ella—. Sé que me deseas tanto como yo te deseo a ti. ¿Por qué es tan difícil para ti desarraigarte del pasado? Comprende de una buena vez que es natural.

—Ya lo hemos hablado —Alma miró hacia otro lado. Le resultaba imposible sostenerle la mirada a su esposo cuando él la veía con tanto deseo—. Fue la forma como me educaron, y no puedo cambiarlo.

—Claro que puedes, y yo te ayudaré —Marcos le acercó sus labios al oído y prosiguió—: ¿recuerdas la primera vez que lo hicimos? Estabas tan asustada, pero después no querías que parara. Mojaste las sábanas y arañaste mi espalda mientras te retorcías debajo de mí. Fue tan bueno. Sé que lo amaste tanto como yo.

—Cállate.

—¿Por qué? ¿Se te eriza la piel cuando te hablo de esta forma? —Marcos la tocó por encima de su vestido, arrancándole un jadeo—. Vamos a casa. Te compensaré por todo lo que pasó, y estarás agradecida.

Alma se negó a escucharlo y sentirlo, lo cual hizo que Marcos se enfureciera. Él la agarró del cuello (sin lastimarla) y clavó sus ojos en los de ella.

—No podemos seguir así —gruñó—. He tratado de entenderte, pero ya no puedo más. Debes cumplir con tus obligaciones como esposa, o de lo contrario, nos separaremos. Nuestro matrimonio se habrá roto y será tu culpa. ¿Lo entiendes?

A pesar de todo, Alma no tenía la suficiente fuerza de voluntad para dejarlo. Aún lo amaba como la primera vez y Marcos lo sabía, así que no discutió más con él. Marcos le presionó los labios suavemente contra la comisura de su boca y se separó para mirarla a los ojos.

—Te amo —dijo en voz más receptiva—. Vamos al auto. Prepararé la cena esta noche, no me gusta que estés enfadada conmigo.

Durante el camino él se mostró atento e intentó hacer algunos chistes para que ella cambiara su humor, pero Alma no menguó su actitud y optó por castigarlo con su silencio.

Una vez llegaron a su casa, ubicada a las afueras de la ciudad, Alma se encerró en su habitación y evitó que Marcos le colocara las manos encima. El hombre ya no se mostró enfadado, sino comprensivo. Realmente, solo quería hablar con ella y arreglar la situación.

—No voy a obligarte a hacer nada que no quieras —dijo Marcos, dando ligeros golpes a la puerta—. Nunca te engañé. Solo quiero que me creas. Odio oírte llorar por mi culpa.

Sin embargo, el llanto de Alma no se debía solo a su traición. En realidad, desde que amaneció su día iba de mal en peor: Matías se cayó por las escaleras, había encontrado a su esposo siéndole infiel y ahora tenía ante sus ojos los resultados de los exámenes médicos que se mandó hacer cuando empezó a sentirse mal.

—Esto no puede ser cierto —dijo Alma, observando las lágrimas caer sobre el papel que sostenía en sus manos temblorosas—. No, por favor, tiene que ser un error.

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