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New York
Alexander Harrington
Dicen que toda familia poderosa tiene un enemigo. Y aprendí que, a veces, ese enemigo no está al otro lado de la mesa, sino sentado a tu lado… o lleva tú mismo apellido.
Supongo que ese es mi problema: me encapriché con quien no debía. Pero, ¿cómo evitarlo?Claire. Con esos ojos azules que parecen leer lo que no digo. Con ese cabello castaño que cae sobre su rostro como si el mundo entero se detuviera solo para verla. Y esos labios… color carmín, suaves, imposibles de ignorar. La vi una vez y fue suficiente: quedé hechizado. Desde entonces, juego a guardar las apariencias. O al menos lo intento.
Como hoy. Me esfuerzo por parecer concentrado mientras mi madre, Victoria, preside la junta de accionistas con esa autoridad que hiela el aire. Impecable, rígida, serena… la calma de quien domina el miedo, no de quien lo desconoce.
A su derecha está Elizabeth, la mayor, con esa sonrisa afilada que usa como daga.
Frente a ella, Nicholas, el eterno aspirante a la aprobación paterna, intentando demostrar que es digno del apellido Harrington. Y yo, el menor. El que nunca aprendió a callar a tiempo.—He recibido una carta del abogado de su padre —anuncia mi madre sin levantar la vista de los documentos—. Edward estará ausente otra semana más.
Elizabeth arquea una ceja, incapaz de disimular el fastidio.
—Qué oportuno. Justo cuando necesitamos su firma para cerrar el contrato con los Beaumont.
Ahí está. La ansiedad disfrazada de eficiencia. No es solo otra negociación: es el golpe de gracia. El movimiento que enterrará a nuestros competidores de toda una vida.
Los Beaumont están acabados, arruinados por su propio escándalo financiero. Solo queda recoger los restos.—Los Beaumont ya no existen —dice mi madre con ese tono amargo que usa cuando algo le parece demasiado fácil—. Mejor no revivir cadáveres.
Luego, sin siquiera mirarla, añade:
—Claire, puedes retirarte. No nos pases llamadas.
Ella asiente con profesionalismo impecable, pero justo cuando gira hacia la puerta, mi voz se adelanta:
—Claire… un capuchino doble. O, mejor aún, una cita en el bar de la esquina.
Lo digo con una sonrisa apenas contenida, consciente de cada par de ojos sobre mí.
Ella no parpadea. Solo se da media vuelta y sale con la misma elegancia con la que desarma mis defensas.La puerta se cierra.
El silencio dura un segundo. Después, la voz de mi madre corta el aire como una hoja.
—Otra distracción, Alexander. —Su tono es suave, pero hay veneno bajo esa calma—. Cuidado, el corazón es un órgano traicionero. Puede ponerte en aprietos.
Sonrío, ladeando la cabeza.
—Me encantan los aprietos.
Ella deja los papeles sobre la mesa, me mira por primera vez. Su mirada es un recordatorio de que nada en esta familia es gratuito.
—Enamorarse debilita hasta al guerrero más fuerte. Pero el poder… protege. Tu padre lo entendió. Tú, aún no.
No respondo. Solo tuerzo la boca, juego con el bolígrafo entre los dedos, aparentando desinterés. No vale la pena desafiarla. Por ahora, que crea que solo es un coqueteo inofensivo. Porque no hay guerra más peligrosa que la que se libra en silencio…
Y todavía no pienso declarar la mía.Horas más tarde
Entro al departamento como puedo, sosteniendo la cena, la botella de champagne y el helado que tanto le gusta. Dejo todo sobre la mesada y… nada. Ni un rastro de ella.
Hasta que veo un camino de fechas sobre el piso. Lo sigo, cada paso acelerando un poco más mi corazón, hasta que llego a la habitación. Empujo la puerta y ahí está Claire, subiéndose la media de seda, la lencería negra ajustándose a su figura, el cabello desordenado cayendo sobre su rostro …me quita el aliento.
—Falta la música para que me seduzcas —suelto, con un hilo de sonrisa, y ella levanta la mirada. Coqueta, desafiante, retadora.
—Sería la combinación perfecta para hacer caer a cualquier hombre, pero yo no quiero eso de ti— revira sin soltar mi mirada.
—¿Puedo saber qué buscas entonces? —pregunto, dejándome caer en la cama, fingiendo indiferencia, pero con la mirada fija en cada uno de sus movimientos.
—Una noche romántica con un hombre especial —responde, lenta, jugando con el borde de su blusa.
—¿Y ese tonto? ¿Lo conozco? —pregunto, arqueando una ceja.
—Lo conoces muy bien —dice Claire, con un dejo de picardía—. Lástima que no vino contigo. Tendré que cambiarme y marcharme.
Me levanto de un brinco y la sujeto con suavidad por el brazo.
—Espera… Claire —susurro, apenas rozando su piel—. Ese “tonto” de Alexander Harrington se quedó afuera. Aquí delante de ti está el hombre que no sabe seguir sin ti.
Ella se detiene, respira hondo, y me mira como si pesara cada palabra.
—Lo sé… y eso es lo que más me asusta —confiesa, con la voz temblando un poco.
Me acerco aún más, casi rozando sus labios, y siento cómo su cuerpo se tensa y se afloja al mismo tiempo.
—¿Por qué soy un Harrington? —susurro, acercando la frente a la suya—. ¿Por qué nuestras familias se odian? ¿Por qué tienes miedo de ponerle nombre a esto que tenemos? ¿Cuál es la respuesta correcta?







