Mi corazón se rompió, no me di cuenta de que estaba llorando hasta que mi padre me atrajo hacia él y me envolvió en su abrazo firme y cálido.
—De verdad te amaba, niña —murmuró, besándome la cabeza—. Y nosotros también.
—Por eso quiso que nos quedáramos contigo —añadió mamá, con la voz entrecortada—. Sabía que podríamos darte la vida que merecías, y que además, yo no podía tener hijos… así que para ella, todo encajaba. Al principio nos negamos; le dijimos que debía quedarse contigo, que ninguna criatura debía crecer lejos de su madre, pero ella insistió. Decía que nunca podría darte una buena vida, que su familia la encontraría tarde o temprano, y que si te encontraban a ti… sería mucho peor. Quería dejar de huir, dejar de vivir con miedo. Sabía que debía enfrentarlos para alejarlos de ti, y así fue como aceptamos cuidarte.
Mamá se quebró en un sollozo suave, y papá tomó la palabra.
—Esa noche volvimos a casa para darle a Meg tiempo a solas contigo, para que pudiera despedirse —recordó