En ese momento, mi teléfono comenzó a sonar estrepitosamente.
Al escuchar el tono, sentí cierta inquietud, un mal presentimiento que invadía mi corazón, porque era el tono que había configurado especialmente para mis padres.
¿Por qué me llamarían a esta hora? ¿Habrá pasado algo?
Con las venas de la frente palpitando, contuve la ansiedad que sentía en mi interior y aparté al hombre de un empujón, tomando el teléfono con dedos temblorosos.
Rápidamente presioné el botón para contestar y me lo coloqué en la oreja.
Una voz femenina y fría llegó a mí, como la muerte anunciando una sentencia.
—Hola, ¿es usted la señorita Suárez? Sus padres han tenido un accidente de auto, venga lo antes posible al Hospital San Gabriel.
Esas palabras se clavaron en mis oídos y me quedé paralizada, como si me hubiera caído un rayo. El teléfono se deslizó de mis manos sin fuerzas.
Fue como si me hubieran arrojado un balde de agua fría sobre la cabeza; mi mente quedó completamente en blanco.
Un miedo y terror inf