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Cuando llegaron al edificio en el que aún vivían, Felipe se despidió con un simple movimiento de cabeza, y Rubén cubrió de besos a su hijo, del que no quería desprenderse.

—¡Corre, sube al ascensor con tu tío! –lo apuró Emilia, para quedarse un rato a solas con Rubén, que no tardó en rodearle la cintura y besarle sonriente en cuanto el niño se hubo ido.

—Mañana no tienes que venir –le dijo ella—. Seguro que tienes cosas que hacer.

—Sí, mirar por la ventana mientras el tiempo pasa.

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