5

—No eres Telma –dijo Emilia con desdén, mirando al hombre que se había acercado a ella. Echó una ojeada alrededor. ¿A dónde se había metido esa muchacha?

—Emilia –dijo el hombre, y ella se giró a mirarlo—. Estás aquí… Viniste.

—¿Me conoces?

—Estás hermosa—. Emilia se cruzó de brazos y sonrió nerviosa.

—Ah… gracias. ¿Quién eres?

—Y hueles a rosas—. Emilia lo miró fijamente, pero allí estaba bastante oscuro. Sólo pudo ver la forma recortada de su cuerpo a contraluz. No cabía duda de que era un hombre alto, y de espaldas anchas.

—Bueno, sí… es el perfume que…

—Te amo –dijo él acercándose más. Emilia frunció el ceño. ¿Era este su pintor de rosas? –Te amo –repitió él.

—Ah… pero… yo… no te conozco—. Él se acercó aún más, y Emilia pudo al fin ver más claramente sus facciones. Nariz recta, barbilla cuadrada, ojos oscuros, aunque de eso no podía estar segura por la escasa luz del lugar.

Él sonrió mirándola, y en su rostro se expresó tanta ternura que Emilia olvidó que debía tener miedo. Después de todo, estaba sola aquí, en un sitio solitario entre los árboles. Si gritaba por ayuda en caso de que lo necesitara, seguro que ninguno de los borrachos asistentes a la fiesta la oiría, y en caso de que la escucharan, no acudirían a ayudarla. Pero este hombre le estaba sonriendo como si al fin hubiese encontrado un tesoro largamente buscado, largamente anhelado.

—¿Eres tú… el de las rosas? –él no contestó. Sólo elevó una mano y tomó un mechón de su cabello, pasándolo entre sus dedos con delicadeza.

—Tan largo –susurró él—. Tan bonito—. Su voz la recorrió por completo, sintiéndola desde los cabellos que tocaba hasta sus pies, pasando por puntos extraños de su cuerpo. Su simple voz.

—¿De qué me conoces?

—Te he amado… desde que te vi. Eres un ángel. Mi ángel; fuerte y guerrero. Te amo, Emilia –él se inclinó para besarla, y extrañamente, Emilia no rehuyó a su contacto. Los labios de él tocaron los suyos con extrema delicadeza; olía bien, eclipsando un poco el molesto olor de las flores nocturnas de hacía un momento. No olía a licor, o cigarro, como cabía esperar al estar también en esta fiesta.

Sí, olía bien. Un aroma que se mezcló con las fragancias de la noche, y ya no le molestó como antes. Era agradable.

Emilia se fue relajando con su suave contacto e incluso apoyó sus manos en los brazos de él, cubiertos por lo que parecía ser cuero fino. Él atrapó sus labios en los suyos en un beso delicado. La estaba adorando con este beso. Vaya, no se imaginó que algo así pudiera ser tan dulce. Había recibido besos antes, pero ninguno como este.

Pero el beso se fue volviendo exigente, y él la atrapó en sus brazos rodeándola por la cintura y pegándola a su cuerpo.

—Oye… —reclamó ella un poco suavemente, aunque alejándose. Él, viéndose privado de su boca, besó su mejilla, y fue haciendo un camino hasta que llegó a su cuello. Tenía que doblarse un poco para llegar allí, pero por lo demás, parecía que simplemente esto era perfecto. Emilia se sintió extraña, como si algo caliente y espeso fuera quemándola por donde él iba besándola, y no era para nada desagradable. Se sintió asustada de sus propias reacciones—. Ya, basta –le dijo, aunque sin mucha fuerza. ¡Estaba cediendo ante el extraño encanto que contenían los besos de este hombre y ni siquiera sabía su nombre!

Sin embargo, él la fue conduciendo hasta que la tuvo contra un árbol.

—¡Oye, espera! Yo no soy una… —se detuvo cuando sintió la mano de él debajo de su falda—. ¡Qué te pasa! –gritó. Le hubiese encantado poder tener un buen ángulo para abofetearlo. ¿Qué le pasaba? Sin embargo, él no atendió a su reclamo, y siguió besándola, pegándose a ella y atrapándola contra el árbol. Emilia luchó entonces con todas sus fuerzas para alejarlo. Encantador o no, ella no le había dado permiso para esto.

—¡Déjame! –volvió a gritar. Pero él era como una roca, o un muro.

—Te amo –repetía él.

—¡No, no! ¡Suéltame! ¡Me haces daño! –él la silenció con un beso, y aunque era igual de apasionado al primero que le diera, ya no tenía la misma ternura. Ahora estaba lleno de urgencia, una urgencia que ella no iba a satisfacer—. Que te haya besado hace un momento… –intentó razonar ella luego de morderlo, consiguiendo así separarse— no quiere decir que me vaya a convertir en tu mujer.

—Mi mujer –dijo él, como si se hubiese iluminado su mente—. Oh, sí. Mi mujer.

—¡No! –gritó ella cuando él tocó su ropa interior. Y luego, cuando hizo fuerza para bajarla, gritó con toda su garganta.

Sin embargo, y a pesar de sus gritos y ruegos, él no se detuvo. La aprisionó contra el suelo al pie del árbol, tomó con una mano las suyas y siguió besándola, diciendo que la amaba, y, sin embargo, haciéndole daño.

Rogó, exigió, amenazó, lloró. Pero nada surtió efecto, y cuando lo sintió intentando entrar en su cuerpo, Emilia supo que no habría salvación para ella.

¿Qué había pasado? ¿Por qué había llegado a esto? Todo había empezado de una manera muy dulce, sus besos, sus palabras… Era su culpa, pensó. Debió salir corriendo en cuanto vio que se le acercaba, pero estúpida, cayó en la red como una tonta mosca y ahora estaba atrapada en ella y sin escapatoria. Las lágrimas bañaron sus sienes, internándose en su cabello, y miró el cielo a través de las copas de los árboles tratando de llegar a Dios con su ruego.

—Por favor no –repetía una y otra vez. Sin embargo, y a pesar de todo, él la penetró con fuerza. Emilia gritó de nuevo desgarrando así sus cuerdas vocales. Este hombre, este monstruo, le había arrebatado para siempre la virginidad, la dignidad, la pureza de su cuerpo, y quizá, también la de su alma.

¿Por qué? ¿Por qué?

Y dolía, dolía muchísimo. Allí, en ese punto que se suponía era un santuario, algo que ella le otorgaría por voluntad propia a alguien de quien se enamorara, cuando quisiera, como quisiera.

Qué vergüenza sentía ahora mismo. Dolor, vergüenza, impotencia. No tenía fuerza contra él, no podía llegar a él de ningún modo, ni exigiéndole, ni pidiéndole, ni rogándole.

Él lanzó un bramido y se quedó quieto sobre ella, aplastándola con su peso. El movimiento que causaba el terrible dolor había cesado de repente. Emilia intentó moverlo, de un modo, de otro, pero él estaba allí, inconsciente.

Se fue arrastrando, poco a poco, hacia arriba, y no supo cuánto tiempo pasó hasta que al fin fue libre de él. Lloraba, se puso una mano en su entrepierna sintiendo ardor, dolor, y en su muslo un hilo de sangre se había formado. Monstruo, quiso decir. Maldito monstruo. Pero esas eran palabras tan nimias, tan pequeñas ante lo que en realidad él era que no se molestó en pronunciarlas.

Encontró determinación más que fuerza y se puso en pie. Él permaneció allí, boca abajo en el suelo, entre las raíces de los árboles, quieto. No quiso seguir mirándolo, era como contemplar su desgracia, y con el estómago revuelto, fue caminando hasta salir de entre los árboles. Afuera y adentro de la casa la fiesta continuaba, pero su vida había cambiado desde ahora y para siempre.

Caminó hasta la zona donde habían parqueado el viejo auto del padre de Telma, y allí la encontró.

—Emilia, mujer, ¿dónde estabas? –al verla llorando, corrió a ella—. ¿Emi? –Emilia se aferró a su amiga y comenzó a llorar—. Nena, ¿estás bien?

—Sácame de aquí –le pidió Emilia entre sollozos—. Por favor, por favor. Sácame de aquí—. Telma asintió. La ayudó a entrar al auto y ocupó el lugar frente al volante. Vio a Emilia aferrarse al bolso donde asomaba el libro que habían ido a recuperar. No sabía qué le había pasado a su amiga, pero era necesario que se calmara antes de volver a casa.

—¿Don Antonio? –saludó Telma por teléfono. Emilia ahora mismo estaba en la ducha, y habían acordado que pasaría la noche aquí.

—¿Telma? –contestó el padre de Emilia.

—Eh… bueno, lo llamaba para avisarle que… acabamos de llegar de la fiesta. Emilia pasará la noche aquí.

—¿Ella está bien?

—Sí, señor, claro que sí.

—No estará ebria y con miedo de ponerse al teléfono, ¿verdad?

—Don Antonio, Emilia nunca se ha puesto ebria.

—Mmm –murmuró el hombre con desconfianza.

—Bueno… tal vez… está un poquito pasada…

—Lo sabía.

—No se enoje con ella. La estoy cuidando aquí en mi casa. Mañana estará fresca como una lechuga.

—Más le vale. Dile que tendré una seria conversación con ella mañana.

—Sí, señor—. Telma cortó la llamada y caminó de vuelta a su habitación. Entonces escuchó un grito de Emilia, y corrió al baño. La encontró desnuda, arrodillada en la ducha, con la llave del agua abierta y llorando.

Entró y cerró la llave, y tomando una toalla, la cubrió.

—Nena, nena –la llamaba—. Dime, dime. ¿Qué te pasó? ¿Qué te hicieron? –Emilia levantó al fin la cabeza y la miró. Tenía el rostro mojado, pero Telma sabía que era más por las lágrimas que por el agua de la ducha.

Pero Emilia sintió tanta vergüenza de decírselo que simplemente volvió a enterrar su cabeza entre sus rodillas y llorar. Telma no tuvo más opción que ayudarla a levantarse y a secarse para que no se resfriara.

—¿A dónde se habrá metido? –preguntó Guillermo a nadie en particular. La fiesta ya estaba bajando su ritmo, y Rubén no había hecho su escena aún. Seguía desaparecido.

Las chicas que Andrés había invitado incluso ya se habían ido. Ya no había caso si Rubén hacía el ridículo desnudándose, o apareándose con otra frente a todos, pues entre las drogas que le habían puesto en la cerveza estaba un potente estimulante sexual. Si Rubén sacaba a la bestia que tenía dentro ya no valdría la pena; la chica no estaría allí para darse cuenta de ello.

Se adentraron entre los árboles que circundaban la casa, y Andrés tropezó entonces con algo. Con alguien.

—Míralo aquí –rio Andrés—. Mira a dónde vino a dar—. Guillermo se asombró un poco cuando vio a Andrés levantar su pie y propinarle una patada en las costillas a Rubén.

—Hey, le vas a romper los huesos.

—¿Y qué? Hace mucho rato que tengo ganas de hacer esto –dijo, dándole otra patada—. ¿Dónde está tu papaíto ahora? –susurró, dándole una patada más, y Guillermo empezó a perder la cuenta de las veces que Andrés lo golpeó; no sólo en las costillas, también en la cabeza, el vientre, las piernas.

—Míralo –dijo Guillermo—. Tiene los pantalones abajo –y se echó a reír—. Vino a echarse una meada y cayó muerto aquí—. Andrés tomó a Rubén por el cabello y lo hizo darse vuelta. Una vez boca arriba, Andrés empezó a golpearlo en el rostro, como si no tolerara su rostro intacto. Guillermo vio a Andrés agitarse por el esfuerzo que estaba poniendo en cada golpe, y luego que se hubo cansado, o tal vez se había roto los nudillos, empezó a aplastar con su pie la mano izquierda de Rubén, la mano con que escribía y dibujaba.

Rubén seguía con los ojos cerrados, como si no sintiera nada de lo que le estaban haciendo a su cuerpo, y al fin, luego de lo que pareció una eternidad y ya Andrés no podía más, se detuvo.

—¿No le vas a dar tu propia tanda? –le preguntó Andrés mirándolo. Guillermo negó tragando saliva.

—Ya lo dejaste bastante mal.

—Vamos, un golpe, aunque sea. Su padre dice que somos unos holgazanes buenos para nada—. Andrés se pasó el antebrazo por el rostro secándose el sudor, y Guillermo miró a Rubén en el suelo.

—Si me peleo con alguien, prefiero que esa persona pueda defenderse—. Andrés se echó a reír burlándose de su amigo. Dio unos pasos alejándose cuando Guillermo se acercó al cuerpo de Rubén y le puso los dedos en el cuello buscándole el pulso. No lo halló.

—Parece que sí está muerto –dijo asustándose un poco—. Y sabes –siguió, mirando en derredor—, no me interesa que me atrapen por asesino. ¿Qué haces? –exclamó cuando vio que Andrés le sacaba la chaqueta de cuero.

—¿Cuánto crees que vale esta preciosura? —Guillermo negó mirándolo.

—Mucho, pero… —Sin decir nada más, vio cómo Andrés le sacaba el reloj y la billetera, encontrando que después de todo, no había mucho dinero en efectivo allí. Las tarjetas no valían nada, no les convenía que los descubrieran por intentar usarlas.

—No podemos dejarlo aquí.

—¿Qué piensas hacer? –Andrés señaló hacia un lugar al lado de la arboleda, y Guillermo comprendió el mensaje.

Tomaron el cuerpo de Rubén, uno por los brazos, el otro por las piernas. Guillermo, que lo había tomado por los brazos, lo soltó cuando sintió que la parte del brazo que había tomado estaba blanda y sin hueso. Al alzarlo, éstos se habían separado y se había impresionado.

Andrés se rio de su reacción, y ahora Guillermo tuvo cuidado de tomarlo por las axilas, y lo llevaron más profundamente entre los árboles hasta encontrar un deslizadero, y por allí lo tiraron. El cuerpo bajó rodando, golpeándose contra rocas, raíces de árboles y más vegetación.

Salieron de la zona caminando rápido, pero disimuladamente. Guillermo miró a su amigo. Andrés prácticamente se había transformado mientras golpeaba y pateaba a Rubén una y otra vez. Lo habían dejado bastante desfigurado, pero no había encontrado satisfacción, ya que, al estar inconsciente, él no se había quejado ni una vez. Se podriría allí en ese sitio, hasta que los perros o las aves lo encontraran.

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