A Iris y a mí nos habían encargado la ardua tarea de llevar uno de los puestecillos benéficos de comida. El nuestro estaba lleno de dulces que habían donado para venderlos a cambio de la voluntad y así pagar los arreglos de la iglesia. Teníamos tarta de Santiago, mantecadas As Pontes, larpeira, bola de nata, tarta de Mondoñedo, almendrados y empanadas dulces; además de café.
—Ponme dos cafés solos y un par de almendrados.— pidió un hombre mayor, que venía con su mujer enlazados por el brazo.
—Aquí tiene.— dijo Iris con una sonrisa; mientras ella colocaba los dulces en una servilleta, yo servía el café en vasitos de plástico.
—¿Cuánto es?— el hombre tuvo que soltar a su mujer para rebuscar la cartera en el interior de su bolsillo.
—La voluntad.— contesté acercando hasta su