Mundo ficciónIniciar sesiónMario, al ser liberado, intentó regresar, pero los ayudantes lo detuvieron. Al ver que no podía hacer nada, decidió irse de allí, molesto. Tomó un taxi y se marchó solo. No quería hablar con nadie.
Al llegar a casa, se encerró en su cuarto. Aunque los sirvientes lo llamaban para cenar, él no tenía ganas de nada. Incluso su madre fue a verlo, pero no respondió.
Mientras tanto, la familia Yagami cenaba en el comedor.
—¿Cómo pudiste hacerle eso a Mario? Sabes que quería mucho a Rex —dijo Angélica, molesta.
Daniel, con voz calmada, respondió:
—No te preocupes, Angélica. Después se le pasará. Pondré cuatro millones en su cuenta para que se le olvide.
—¿¡Cuatro millones!? —exclamó Lucía, sorprendida.
—Lo mismo me hizo mi padre, y mírame… soy un éxito. Además, hoy no quiero pelear. Estoy muy feliz por el trato que cerraré mañana. —Lograré lo que mi padre y abuelo nunca pudieron: extender el negocio al país vecino. Nuestras granjas, productos y marca no solo serán reconocidos aquí, sino en otros países… y, en el futuro, en todo el mundo.
Angélica no podía reconocer a su esposo. Aquel hombre amable y gentil que no se obsesionaba con el dinero… ya no existía.
—Has cambiado. La codicia te ha corrompido —dijo, decepcionada, antes de retirarse para ver cómo estaba Mario.
Adrián, algo molesto, intervino:
—Padre, deberías disculparte con mamá.
—Sí, creo que me pasé un poco. Pero estoy emocionado por el trato de mañana. Además, estoy seguro de que a Mario se le pasará cuando vea su cuenta bancaria. —Parece que tiene buen ojo… o mucha suerte. ¿Quién hubiera imaginado que ese toro valdría tanto?
Lucia, curiosa, preguntó:
—Por cierto, papá… ¿a cuánto fue vendido Rex?
Daniel soltó una carcajada. Ni él mismo lo creía.
—Rex fue vendido por veintidós millones de dalias.
Todos se quedaron boquiabiertos. Lucia y Adrián casi se atragantaron.
—¿¡Qué!? ¿Es una broma… verdad?
Nota: 10 dalias = 1 dólar. Mario había ganado 2.200.000 dólares.
Adrián se lamentó. Siempre pensó que un becerro al crecer y engordar valía como máximo cinco millones. Por eso no eligió ninguno aquella vez. Criarlos durante dos años por esa suma no le parecía rentable. Pero ahora… se arrepentía.
Incluso Lucía escupió lo que estaba bebiendo. En su mente pensaba:
Maldita sea… de haber sabido que valían tanto, habría elegido los tres y hubiera mandado a alguien para que los cuide por mí. Con ese dinero no tendría que preocuparme por nada.
—Adrián, ¿por qué no me dijiste que esos terneros valían tanto? Se supone que tú eres el experto en vacas y esas cosas —reclamó su hermana Lucía.
—Normalmente valen cinco millones cuando ya están listos para la venta. A lo mucho seis o siete si tienen buena genética y mucha suerte. ¿Pero veintidós millones?
—Aun así… eso es muchísimo —insistió Lucía.
Daniel, con voz tranquila, intervino:
—Ya cálmense. No es momento de pelear. Lo pasado, pasado. —Dime, Lucía… después de escuchar el precio de Rex, ¿te interesaría aprender sobre el negocio?
—¡Por supuesto que sí! —respondió ella, entusiasmada.
En su mente Lucía pensaba:
Si valen tanto, ¿por qué no abrir una granja que produzca esa raza? Así ganaría muchísimo dinero.
Daniel estaba feliz. Al fin su hija se interesaba en el negocio familiar.
—Estaba pensando que tal vez podría abrir una granja dedicada a la producción de esa raza —dijo Lucía.
Adrián, con una sonrisa irónica, comentó:
—Ja… lo siento, pero…
Daniel lo interrumpió:
—Claro que sí. Pero primero deberás leer algunos libros sobre producción.
—¿Leer más libros? Vale… está bien —dijo Lucía, algo disgustada.
Adrián no entendía nada. Años atrás, él había propuesto lo mismo: abrir una granja de animales de alto valor. Pero su padre lo regañó:
—Nos dedicamos a la producción de leche, productos derivados y engorde. Abrir una granja así va en contra de lo que mi padre y abuelo me enseñaron.
Ahora, Daniel sonreía:
—Perfecto. Cuando termines esos libros, te prepararé y guiaré para que puedas empezar tu granja en el futuro.
—Gracias, papá —dijo Lucía, antes de retirarse.
Adrián, molesto, preguntó:
—¿Por qué le permitiste abrir una granja de ese tipo? Cuando yo te hablé de eso, te enojaste.
Daniel, aún sonriente, respondió:
—No te enojes. ¿Crees que dejaré que ella abra ese tipo de granja?
Adrián, confundido, preguntó:
—¿Entonces por qué…?
—Dije eso únicamente para que se interesara en el negocio familiar. Con el tiempo, haré que cambie de opinión. Me hizo feliz saber que al fin se interesa en el negocio familiar.
—Por cierto, Adrián… mañana te presentaré a tu posible futura esposa.
—¿Esposa?
—Descuida. Solo se van a conocer. Es la hija de un gran productor de lácteos del otro país. —Después de hablar, acordamos que, para unir nuestras empresas y granjas, nuestros hijos deberían casarse.
—¿Y por qué yo? ¿Por qué no Mario? Tú mismo dijiste que tiene buen ojo y suerte. Además, él no tiene novia… a diferencia de mí.
Daniel se contuvo, pero respondió:
—Al menos ve a conocerla. Si no te interesa, se la presentaré a Mario. —Trátala bien y con respeto. Porque sí o sí, uno de ustedes debe casarse para unir ambas empresas. —Si no la ves como esposa, mírala como una futura socia… o como parte de la familia.
—Está bien. No te preocupes —dijo Adrián, resignado.
Mientras tanto, Angélica intentaba ver cómo estaba su hijo Mario. Pero al llegar a su cuarto, notó que estaba cerrado con llave. Lo llamó varias veces, pero él no respondió. Se fue, molesta y preocupada.







