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Sam no me contradice, no baja la mirada ni se incómoda, sólo muestra una hundida indiferencia, como si no pudiera sentir nada más allá de eso. Creo que comienzo a comprender lo que es echar en falta las puras e inocentes facultades de una persona una vez que las has perdido.

Su mirada se han enfriado varias tonalidades, de un gélido ámbar y su cuerpo permanece rígido y firme. Esta vez no me impide que llore, sabiendo que lo único que necesito es expulsar todo lo que enturbia mis sentidos.

Durante los próximos cinco minutos lloro frente a Sam. Tampoco intenta consolarme, sólo me mira hasta que se me pasa. Nunca en mi vida había echado más en falta unos brazos en lo que poder sentir consuelo.

Cuando mis sollozos se extinguen por completo, decide tomar las riendas de la conversación. Permanece quieto frente a mí, con la mirada clavada en mi rostro, indiferente, pero pr

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